Publicada originalmente en Ultramundo (sección Making of a cargo de Miguel Ángel Muñiz Menéndez): critica-de-promesas-del-este-david.html
La vía de la nueva carne se agotó para Cronenberg a la altura de 1996 con eXistenZ, un film digno de revisión/revalorización que tomando las alter-realidades de los videojuegos como lugar para las trasformaciones físicas, haciendo indistinguible la alucinación y la vivencia, los espacios mentales y los espacios físicos. El paisaje mental en degeneración fue el campo de experimentación de la opaca Spider; un drama al vacio, inmisericorde para con las expectativas del público que fue en sí mismo una vía única y la apertura de un ramal que permitiese hacer practicable dentro de una narrativa más accesible lo que aquí estaba concentrado de manera tan asfixiante.
La enfermedad mutaba dentro del corpus mutante del cine cronenbergiano. Nada había más coherente. Tampoco era exactamente nuevo. La piel somatizando la psique era una constante, es cierto, pero M. Butterfly o incluso al inabarcable Inseparables ya habían mostrado “la vida de la mente”, como decía, una y otra vez, el alucinado personaje de John Goodman durante el clímax de Barton Fink, una película tan cercana a Lynch como al propio Croneberg, en cierto modo la reinterpretación irónica del universo tangencial de ambos por parte de los hermanos Coen.
Tanto Una historia de violencia, adaptación de un cómic -del cual Cronenberg a contado en diversas ocasiones que ignoraba su existencia- escrito por John Wagner y dibujado por Vince Locke al cual supera ampliamente y que supuso una sólida entrada en la tradición del noir rural, frisando el western incluso sin mayores disimulos, como la presente Promesas del Este, fueron y son todavía hoy observadas como extraños satélites en el cine de su autor por no pocos analistas. De igual manera se saludan Un método peligroso o Cosmópolis como retornos del verdadero Cronenberg, frente al artesano de esta pareja de thrillers.
La primera parece más un producto típico de su productor, Jeremy Thomas, o de su guionista, Christopher Hampton que aquí replica numeroso elementos de su gran éxito personal, Las amistades peligrosas (Stephen Frears, 1989), que uno de
Cronenberg. Al contrario que en anteriores incursiones en universos peligrosamente de qualite, M. Buttefly otra vez donde pervertía el decorativismo endomingado mediante un venenoso sentido paródico, el cineasta no logra desactivar desde el interior su pulida forma. Más sosa que gélida, más superficial que clínica, sobredialogada y con un tratamiento digital que delata la escasez de presupuesto y encima convierte la imagen en todavía más plana con sus excesos luminosos. Apenas algún buen detalle de puesta en escena -desde el uso del primer y segundo plano a la fijación clásica en su filmografía de retratar a los personajes dándonos o dándose la espalda; especialmente mientras follan: un elemento de gran perturbación en la soberbia Crash y que también reaparece en Promesas del Este en esa secuencia en la cual un borracho Kiril obliga a Nikolai a penetrar a una puta completamente drogada mientras los mira- o una formidable banda sonora de
Sobre la adaptación, dificultosísima sin duda y que todavía no he visto, sobre el original de Don DeLillo escribe Quim Casas en Dirigido por (Nº423, Junio 2012) que Cronenberg “Nunca se había mostrado tan retórico. Nunca antes había dado tanta importancia a la palabra (…) construye toda una película a partir de una nueva idea en cuanto a su discurso fílmico: en Cannes dijo que la esencia del cine es el rostro humano hablando. (…) Opta por un estilo de ciencia-ficción introspectiva, estática, de graduación imperturbable y fría tonalidad. El resultado es desconcertante. Coherente, eso sí, con el descubrimiento del cine como bustos parlantes, el director de Videodrome expresa las ideas mediante conversaciones, cuando antes siempre fue capaz de expresar conceptos mediante otros elementos de puesta en escena”. Una “escalavitud autoimpuesta con respecto a la expresión oral”, resume en el mismo texto Casas.
Lo que hacen Un historia de violencia y Promesas del Este no es otra cosa que prorrogar por otros medios las obsesiones de su autor entorno a la mutación, el cambio y la identidad; la psique y el cuerpo en permanente convulsión, repletos de infecciones que, aunque pueden no percibirse a simple vista, tarde o temprano se manifestaran. En particular la presente podrían interpretarse en clave vírica, con la mafia rusa, una forma de crimen, una forma de enfermedad, parasitando la sociedad, que, sin darse cuenta, cobija de sí su propio virus, un anticuerpo, que desde el interior también al devora. Una vacuna que toma la forma externa del cuerpo que parasita, hasta el extremo de confundirse con el. Confundirse de maneras tortuosas.
Nikolai es un cultivo de laboratorio creado para destruir un cáncer que, de alguna manera, esta contagiándose, transformándose en su enemigo. Algo aligerado también aparece aquí el fetichismo del objeto: de las navajas y cuchillos –no veremos pistolas ni oiremos disparos, el trasiego con la muerte es íntimo, brutal: gargantas cortadas en primer plano o la ya célebre secuencia de la sauna entre un Nikolai completamente desnudo o dos matones vestidos que puede incluso recordar a una escena de la memorable Yakuza (Sidney Pollack, 1975)- a los instrumentos de tatuar que, de modo literal y simbólico, certifican la transformación de Nikolai, su mutación total.
En la notable novela de Thomas Harris Dragon Rojo, que a su vez daría pie a dos adaptaciones: la excelente Hunter (Michael Mann, 1986) y la aprovechable Dragon Rojo (Brett Ratner, 2002), el asesino protagonista, Francis Dolarhyde, oculta en su espalda un descomunal tatuaje inspirado en El gran Dragón Rojo y la Mujer revestida de Sol, una pintura del gran artista y poeta simbolista William Blake que le obsesiona. Dolarhyde piensa que está poseído por el Gran Dragón y que mediante el proceso de transformación de sus víctimas él mismo se transformará en la bestia.
Más allá de que toda la novela y sus personajes centrales, Dolarhyde, el agente Will Graham o el inefable Hanibal Lecter, aquí secundario subyugante y no invasivo protagonista sean material cronenbergiano de primero orden, aparece esa noción del “becoming” ligada a un tatuaje, a la tinta inoculada bajo la piel. Nikolai también experimente ese “becoming” al recibir sus estrellas de voř v zakone, al convertirse a la ley de los ladrones, al entrar en una sociedad dentro de la sociedad, o debajo de ella, más bien.
El espeluznante plano de despedida de Nikolai, rey en lugar del rey, como expresa en un diálogo, no puede ser más ambiguo, ni más terrible. ¿Se ha convertido la vacuna en enfermedad o es que no hay vacuna?
Del mismo modo el aparto simbólico arriba comentado de los tatuajes y la transformación no aparece no como un capricho de autor ni como una necesidad de afirmar la personalidad del film, sino que enriquece, multiplicando las posibilidades del texto, algo que es, también, un mecanismo de guión para hacer avanzar la trama: Semyon le concede las estrellas en el pecho y las rodillas a Kirill porque en realidad va a venderlo, engañando a los matones que van tras su hijo, un vor, pero que nunca le han visto la cara.