Transfusión

Publicado el 04 julio 2013 por Icmat

Fernando Jiménez Alburquerque, investigador postdoctoral en la Universidad Técnica de Munich (Alemania), habla de la fuga de cerebros desde Europa a EE UU provocada por la Segunda Guerra Mundial. Grandes nombres como Albert Einstein, Kurt Gödel, Richard Courant, John von Neumann, André Weil, Hermann Weyl, Hans Bethe, Enrico Fermi y otros muchos, fueron judíos emigrados  que ayudaron sin duda al país de acogida a dar un salto cualitativo en ciencia. A partir de este momento Estados Unidos se convirtió en la primera potencia mundial, lo que en última instancia, podría decirse que el nazismo provocó una “transfusión”, flujo intelectual que tuvo, al final del día, la feliz consecuencia de establecer una fortísima escuela científica que dura hasta nuestros días.

Einstein y Gödel.

Hitler ahuyentó la paz en el mundo durante seis años, desde 1939 hasta 1945. Antes de que el vacío dejado por la paz fuera colmado violentamente por la deflagración de la guerra, el nacionalsocialismo ya había impuesto un régimen de terror en Alemania desde su subida al poder en 1933. Parte de ese terror consistía en la persecución y captura sistemáticas de los judíos, represión que se oficializó en 1935 por medio de las leyes raciales de Núremberg, que les privabanprivaba de la ciudadanía alemana y de todo derecho, además de obligarles a portar una identificación.

De todos es bien sabido cómo terminó la historia. La Segunda Guerra Mundial supuso, como si las víctimas militares y civiles no fueran suficientes, la aniquilación maquinal de seis millones de judíos. El origen de la monomanía hitleriana ha sido objeto de ríos de tinta y está muy lejos de mi intención abundar en el asunto. Poco importan los motivos, supongo, cuando hay tantos cadáveres bajo tierra. Muchos judíos centroeuropeos, al saberse perseguidos e intuyendo un destino fatal, decidieron dejar sus casas, sus pueblos, sus países, para marcharse a un lugar donde sus vidas no corrieran peligro. ¿Se puede decir que “huyeron”? Algunas palabras no son inocentes y “huir” es de las más sospechosas: al oírla es inevitable asociarla a alguna “negligencia” o “cobardía”. Nada más lejos de la realidad en este caso: no se puede acusar de cobarde a quien se autocondena al ostracismo, decisión ya de por sí dolorosa en circunstancias normales, para eludir una amenaza irracional de la que de ningún modo es responsable. 

Institute for Advanced Studies (Princeton)

Fueron muchos los judíos que dejaron Europa para instalarse en Estados Unidos. Entre ellos científicos que, si bien no se diferencian en nada, en cuanto a carne, hueso y condición humana, de los demás, ayudaron a su país de acogida a dar un salto cualitativo en ciencia que, probablemente, lo ha convertido en la primera potencia mundial desde entonces. Como mencionaba antes en referencia a “huir”, las palabras no son inocentes. Cuando me planteé escribir esta entrada, uno de los títulos que barajé para ella fue “Lo que Estados Unidos le debe a Hitler”. La palabra que está en tela de juicio ahora es “debe”, ya que podría hacernos pensar que la deuda que de manera implícita sugiere es una deuda “positiva”, consecuencia de un acto volitivo de generosidad. Es evidente que Estados Unidos no le debe nada a Hitler, que el mundo no le debe nada a Hitler. En última instancia podríamos decir que el nazismo provocó una “transfusión”, un a priori no pretendido flujo intelectual que tuvo, al final del día, la feliz consecuencia de establecer una fortísima escuela científica que dura hasta nuestros días.

Albert Einstein

La lista es larga y repleta de nombres ilustres: Albert Einstein, Kurt Gödel, Richard Courant, John von Neumann, André Weil, Hermann Weyl, Hans Bethe, Enrico Fermi y otros muchos. Su llegada a los Estados Unidos fue de diversa índole, pero siempre motivada por la persecución antisemita. A Gödel, por ejemplo, le fue retirada su habilitación como profesor (Privatdotzent) después de la anexión de Austria por parte de Alemania en 1938. Tuvo que re-opositar a su puesto en la universidad de Viena y su solicitud fue rechazada al amparo de las leyes del nuevo régimen. Esta circunstancia, unida a las crisis nerviosas y la manía persecutoria que minaban su salud mental, siempre endeble, después del asesinato por parte de un estudiante por-nazi de Albert Moritz Schilick, filósofo del círculo de Viena fundador del positivismo lógico y cuyas disertaciones habían atraído la atención de Gödel hacia la lógica, hicieron que se decidiera a dejar Europa por Estados Unidos. Richard Courant fue de los pioneros en emigrar, 1933, a pesar de que su servicio en la Primera Guerra Mundial en el ejército alemán le podría haber conservado su plaza en la universidad de Münster.  Por otro lado, Enrico Fermi recaló en Nueva York justo después de recoger el premio Nobel de física de 1938; la amenazada era en este caso su esposa, Laura, de origen judío y presa fácil por tanto de las leyes antisemitas promulgadas por el régimen fascista de Benito Mussolini, aliado de Hitler en la Segunda Guerra Mundial.

Fermi

Todos ellos forman parte de la historia de la física y las matemáticas, y contribuyeron a su desarrollo con saltos que desde la distancia que proporciona el tiempo parecen mortales o, en el lenguaje de la ciencia, “altamente no triviales”. Algunos se vieron involucrados en el nacimiento, infancia y adolescencia de la mecánica cuántica, elaborando las herramientas necesarias para proporcionarle consistencia matemática. Otros, como Bethe o Fermi, impulsaron la física nuclear y de partículas, encontrando el alemán el mecanismo por el que las estrellas producen su energía (nucleosíntesis estelar) y desarrollando el italiano el primer reactor nuclear, además de otras muchas contribuciones a la física teórica y experimental. Entre los matemáticos, Kurt Gödel, John von Neumann, André Weil y Hermann Weyl acabaron trabajando en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, fundado en 1930, y que se hizo especialmente conocido por ser el lugar elegido por Einstein para pasar sus últimos años. Su concurso ayudó a que el IAS adquiriera un aura de élite casi inalcanzable que no ha perdido hasta el día de hoy. Destaca la figura de von Neumann, personaje de carácter alegre y sociable, popular en el mundo académico por las fiestas que celebraba todas las semanas en su casa de Princeton y por su genialidad sin parangón: murió a los 53 años habiendo hecho contribuciones fundamentales a las matemáticas y la física en múltiples áreas, desde la lógica hasta la mecánica cuántica, desde la teoría de juegos hasta la computación.

Von Neuman

Al cabo de los años, muchos (casi todos) de los científicos emigrados por motivos raciales antes o durante la Segunda Guerra Mundial adquirieron la nacionalidad estadounidense. Después del conflicto podrían haber regresado a Europa, a sus lugares de origen, pero prefirieron no hacerlo. ¿Los motivos? Supongo que cada uno tuvo los suyos, pero puestos a especular se podría pensar sin arriesgar demasiado que su nuevo país les ofrecía una buena plataforma personal para desarrollar su actividad profesional: como el propio Einstein declaró al final de su vida, Princeton fue el sitio en el que finalmente encontró “la paz”. Si, por otro lado, sus motivos estaban más relacionados con el agradecimiento, al fin y al cabo Estados Unidos les proporcionó refugio cuando sus vidas corrían peligro, la “deuda” que contrajeron, y basta con echarle un vistazo a la lista de estudiantes doctorales de Enrico Fermi, en la que figuran otros seis premios Nobel, para entender cuál fue la moneda de cambio, quedó definitivamente saldada.

Fernando Jimenez Alburquerque es investigador postdoctoral en la Universidad Técnica de Munich (Alemania) y ha hecho su tesis doctoral en el ICMAT.

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