El cuarto fascículo de La cuestión criminal se divide en dos partes: una dedicada al transgresor Friedrich Spee; la segunda a la conformación de “corporaciones” de sabios especialistas. A continuación, los párrafos más destacados de ambas secciones.
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En 1631, el poeta jesuita Friedrich Spee publicó un libro en contra de los doctrinarios que legitimaban la combustión de mujeres por brujería. Por elemental prudencia, lo hizo anónimante y sin la licencia de los superiores de su orden, todo lo cual constituía una falta gravísima.
Al joven Spee le habían encargado la confesión de todas las brujas de su comarca antes de ser quemadas. El pobre se traumó tanto que su cabello se fue llenando de canas. En esta experiencia se basó para redactar Cautio criminalis (Cautela o Prudencia criminal), que además aludía a Constitutio criminalis, texto legal de inusitada crueldad que rigió en el derecho penal común alemán desde 1532 (en tiempos de Carlos V) hasta fines del siglo XVIII.
Spee no se enredó en discusiones sobre el poder de Satán ni de las brujas: no discutió su existencia pero sí afirmó que nunca conoció a una. En otras palabras, evitó caer en la trampa usual del poder punitivo, que desvía la cuestión hacia la gravedad del mal y la necesidad de combatirlo: si el poder punitivo no sirve para lo que pretende, no se trata de discutir acerca de la maldad, sino de mostrar que en definitiva no la combate.
No tiene sentido discutir si la cocaína es dañina porque no cabe duda de que lo es; lo importante es demostrar que la pretendida guerra a la cocaína provocó 40 mil muertos en México en los últimos cuatro años, buena parte de ellos decapitados y castrados, cuando esta droga habría tardado casi un siglo en cargarse la misma cantidad por efecto de sobredosis. Tampoco tiene sentido discutir la perversidad del terrorismo, sino hacer notar que la supuesta guerra causó mucho más muertos que el propio terrorismo.
Nuestro encanecido jesuita se preguntaba cómo era posible que sucediesen esas aberraciones. En primer lugar lo atribuye a la ignorancia de la población, es decir, a la desinformación, o sea a la criminología mediática de su tiempo, cargada de prejuicios que se reforzaban desde las plazas y los púlpitos. Además destacaba la responsabilidad de la iglesia, entendiendo por tal a los teóricos, es decir, a los domínicos y sus seguidores, que repetían consignas discursivas de la criminología académica de su tiempo.
También culpaba a los príncipes, que les cargaban todos los males a Satán y a sus muchachas, sobre todo porque no controlaban a sus subordinados, que hacían a gusto. Esto hoy lo llamamos “autonomización policial”, o sea, permitir que la corporación policial actúe fuera de todo control político, para lo cual se le asignan ámbitos de recaudación autónoma, también señalados por Spee.
En efecto, los inquisidores de los príncipes cobraban por bruja ejecutada; por eso se esforzaban por obtener el nombre de otra candidata, a efectos de que nunca se les agotara la clientela. En cambio, los príncipes no pagaban por bruja suicidada porque éstas no servían como espectáculo popular.
Nuestro canoso poeta destacaba algo que hasta hoy es moneda corriente en el lenguaje jurídico: los eufemismos. Cuando en las actas se hacía constar que las mujeres confesaban “voluntariamente”, era porque lo habían hecho una vez suspendidas y descoyuntadas. Sólo se consideraba confesión bajo tormento cuando se les aplicaba los hierros.
La Cautio criminalis fijó la estructura del discurso crítico del poder inquisitorial y del poder punitivo en general, que desde 1631 destaca: 1) el incumplimiento de los fines manifiestos, 2) la función de los medios de comunicación, 3) la de los teóricos convencionales legitimantes, 4) su conveniencia para el poder político y económico, 5) la autonomización policial, 6) la corrupción o recaudación autónoma.
Setenta años después de la aparición de la Cautio, Christian Thomasius retomó los argumentos de Spee en Dissertatio de crimine magiae. Con este filósofo se anunció el Iluminismo y se echó las bases para una adecuada distinción entre moral y derecho (pecado y delito) aunque hasta hoy pululan muchos que se niegan a comprenderla. Es más, tanto la obra de Spee como la de Thomasius fueron cubiertas con un manto de silencio, como si no formaran parte de la historia del derecho penal y de la criminología.
Entre la Cautio y la Dissertatio, es decir, entre 1631 y 1701, se estaba profundizando otro fenómeno que se acentuaría en el siglo XVIII: el surgimiento del sujeto público. En el Estado absoluto, el señor ejercía el poder de vida y muerte y, como decía Michel Foucault, para matar o dejar vivir no se necesitaba mucha especialización, porque en general matar es una tarea bastante sencilla para el poder estatal.
El problema surgió cuando el poder estatal comenzó a preocuparse por regular la vida pública (del sujeto público). La función del Estado se complicó, y el príncipe necesitó rodearse de secretarios o ministros especializados en economía, finanzas, educación, salubridad públicas.
Como es natural, alrededor de cada ministro se fue formando una burocracia especializada que construyó un “saber” o “ciencia” alimentados desde las universidades. De este modo se constituyeron las corporaciones de sabios especialistas, cada una con un saber propio expresado en un dialecto sólo comprensible para los miembros de cada corporación, y por ende inaccesible a los legos en la materia.
Desde los siglos XVII y XVIII y hasta el presente, las corporaciones monopolizan su discurso y disputan entre ellas para ampliar su competencia, sin contar con que también existe una lucha interna entre escuelas en procura de imponer la hegemonía del propio subdiscurso. En síntesis, hay luchas inter-corporativas y también intra-corporativas.
No extrañará pues que el discurso penal y criminológico haya sido materia de disputas entre las corporaciones, como no podía ser menos, dado que es siempre un discurso acerca del poder mismo.
Siempre hay discursos sobre el poder punitivo, pero sólo uno se vuelve hegemónico o dominante porque algún sector social al que le resulta funcional lo adopta e impulsa. Esto tiene lugar en el marco de una dinámica social más o menos acelerada, o sea, cuando surge algún conflicto interno en la sociedad y un sector de cierta importancia quiere deslegitimar el discurso del poder del sector al que tiende a desplazar o frente al cual quiere abrirse un espacio.
El mejor escenario para la lucha de las corporaciones fue primero Gran Bretaña, luego Francia y Alemania, donde estaba surgiendo una clase de industriales, comerciante y banqueros. Por esta razón, en la segunda mitad del siglo XVIII fue tomando cuerpo el saber de las corporaciones de filósofos y pensadores en el campo político, y por ende el de los juristas que seguían sus lineamientos limitadores del poder punitivo. Así nació el Iluminismo, el siglo de las luces o de la razón, y a su amparo el llamado “derecho penal liberal”.
En general el iluminismo penal se nutrió de dos variantes opuestas aunque muchas veces coincidentes en sus resultados prácticos: el empirismo y el idealismo. En el campo criminológico, esta doble corriente dio lugar a dos órdenes teóricos: el utilitarismo disciplinario y el contractualismo (o los contractualismos en todas sus variantes).
Los utilitaristas se basaban en la necesidad de gobernar deparando la mayor felicidad al mayor número de personas. La cabeza más visible de esta corriente fue el británico Jeremy Bentham, que concebía a la sociedad como una gran escuela en la que debía imponerse el orden. El gobierno debía repartir premios y castigos: el ser humano sano se abstendría de cometer delitos; el infractor se revelaba como alguien que no estaba bien, que no era lo suficientemente ordenado ya que elegía el dolor.
Bentham proyectó la prisión llamada “panóptico”, con estructura radial, para que el preso se supiera observado desde el centro y por mirillas en cualquier momento. De este modo se le introduciría el orden y al final resultaría su propio vigilante. El disciplinamiento debía llevarse a cabo en la medida del talión, o sea, de un dolor equivalente al provocado con el delito.
Los panópticos nunca funcionaron como Bentham lo había imaginado, pues pronto los presos se las ingeniaron y la superpoblación permitió que la vista se interrumpiese con múltiples obstáculos.