La admirable lucha de Susana Trimarco por encontrar a su hija Marita Verón y desenmascarar la trata de personas en nuestro país excede ampliamente el juicio iniciado en febrero pasado, y por consiguiente la indigestísima sentencia anunciada ayer martes. En diez años de búsqueda ininterrumpida, esta madre aguerrida e incansable consiguió algo similar a las madres con M mayúscula: instalar en nuestra agenda pública un crimen sistemático que nuestra sociedad se niega a enfrentar y/o que subestima con el tradicional argumento de “por algo será” o “a mí no me va a pasar”.
Lo señalamos en marzo a propósito del Día de la Mujer: el caso Verón consiguió una atención mediática tal que impulsó la concientización social no sólo sobre el delito de explotación sexual sino sobre las distintas violencias ejercidas contra las mujeres. En este contexto nuestro periodismo empezó a recurrir a algunas voces especializadas que enriquecieron las tradicionales coberturas basadas en crónicas escabrosas y estadísticas simplificadas.
Con el correr del tiempo, los casos de trata dejaron de ser exclusividad de la sección Policial y empezaron a colarse en las secciones Política y Sociedad de diarios y noticieros argentinos. El cambio de enfoque permitió contextualizar la problemática en términos nacionales e internacionales.
La abogada especialista en derechos de las mujeres Susana Chiarotti figura entre los expertos que los ciudadanos legos en la materia descubrimos gracias a la nueva aproximación mediática. Además de (volver a) recomendar esta entrevista concedida a Página/12 en febrero pasado, Espectadores invita a leer este informe elaborado en mayo de 2003 y publicado por Naciones Unidas. A continuación, la transcripción de algunos párrafos a modo de pequeña síntesis.
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El tráfico de personas es un fenómeno que hunde sus raíces en la Historia, y que desde sus orígenes está ligado a las guerras, la esclavitud y la objetivación sexual de las mujeres. Durante la época colonial, las mujeres -particularmente aquéllas africanas e indígenas- fueron traficadas como mano de obra gratuita, como reproductoras de nuevos esclavos (es decir, como fabricantes de más mano de obra gratuita) y como objeto sexual.
El propósito sexual siempre estuvo presente en las otras dos modalides (mano de obra gratuita y reproducción de esclavos): podía darse dentro del mercado matrimonial, como concubina o como mujer a libre disposición del patrón. Sin diferir demasiado, las formas actuales de tráfico alcanzan el mercado matrimonial, el rubro de entretenimiento sexual a militares, la adquisición de mano de obra barata, la venta de servicios a través de Internet, y por supuesto la actividad turística y el comercio sexual.
En América Latina y el Caribe, el tráfico de mujeres puede ser interno (cuando las mujeres son trasladadas de una zona a otra dentro de su propio país) y externo (cuando son trasladadas al exterior). Esta segunda variante cubre una demanda más amplia: de hecho se relaciona directamente con redes establecidas en los Estados Unidos, Europa y Asia.
Las redes de traficantes implementaron nuevas modalidades con el fin de burlar la tipificación de tráfico como delito y evadir las responsabilidades legales. Una de ellas consiste en publicar avisos de trabajo cuyas perspectivas atractivas esconden la realidad; otra es la adopción (en 1991, cerca de mil peruanas fueron llevadas legalmente a Holanda con un “padre” que terminó sometiéndolas a abusivas condiciones de trabajo); una tercera es el casamiento con un nacional o residente legal (después de unos meses de convivencia, la mujer es prostituida y vive prisionera en su propia casa).
Según estimaciones de la Organización de Naciones Unidas, el tráfico con fines de explotación sexual mueve entre cinco y siete billones de dólares por año. En 2001, las cifras de desplazamientos se acercaban a los cuatro millones de personas (entre ellas, muchas mujeres traficadas para trabajos domésticos terminaron siendo explotadas sexualmente).
Las violaciones a los derechos humanos de las víctimas de trata se relacionan con los mecanismos de control utilizados por los traficantes: retención de documentos de identidad, viaje o salud; imposición de deudas por transporte, alojamiento, alimentación y otras necesidades básicas; amenazas de denunciar su condición migratoria ilegal; golpes y abusos físicos; guardias que las vigilan o ejercen otros métodos de restricción de la libertad.
Algunas organizaciones de traficantes les cobran a las mujeres el acceso a diversos servicios: vivienda, comida, ropa, médico, medicinas, comunicación con sus familias. Cuando envían dinero a su país de origen, las víctimas deben entregar un porcentaje por la transacción.
Las legislaciones nacionales suelen sancionar el tráfico de personas con penas más leves que las pautadas para el tráfico de armas o drogas. Este hecho, unido a la capacidad evasora de los traficantes, hace que su persecución sea difícil o de escasas consecuencias.
Un amplio sector de mujeres y niñas traficadas tiene como destino el turismo sexual. A la versión desembozada que Internet propala como “sexo exótico”, se le suma la promoción dismulada de muchas publicidades de agencias de turismo gubernamentales y privadas cuyos avisos muestran a mujeres bonitas con posturas seductoras que sugieren cierta relación entre las bondades del país a visitar y la sexualidad desbordante de sus mujeres.
La combinación de estereotipos sexistas y racistas profundiza la explotación de mujeres indígenas y afrodescendientes. En este sentido, una organización brasileña denunció que ser negra o indígena significa una minusvalía para el mercado matrimonial local pero un plus exótico para el tráfico sexual.
Las mujeres víctimas del tráfico son socialmente rechazadas pero masivamente utilizadas. Son “invisibles” debido a la clandestinidad que las rodea, y por lo tanto absolutamente indefensas, desprotegidas y extorsionables en todos los aspectos, hasta puntos difícil de soportar. La experiencia indica que, en la mayoría de los casos, los explotadores y sus cómplices no son alcanzados por el sistema judicial.
El delito de trata de mujeres comparte con los delitos de violencia sexual una marcada tendencia a acusar a la víctima. En otras palabras, el eje de la investigación se desvía del acusado a la víctima y se focaliza en la conducta de ésta última, sobre todo en lo relativo a su vida sexual.
Mientras tanto, los gobiernos se mantienen en un plano inercial, es decir, atados a la ausencia de políticas firmes y concretas para prevenir y combatir este delito. Es más, algunos traficantes son bien conocidos por las autoridades, y en varios países los establecimientos donde trabajan las víctimas se encuentran cerca de las oficinas gubernamentales.
Para enfrentar un problema de la magnitud del tráfico de mujeres, se requiere -además de la adhesión a los tratados internacionales que regulan el tema- prestar gran atención a la forma en que se plasman los mandatos internacionales en las legislaciones locales. Los parlamentos locales tienden a preparar legislación que simplemente provee de programas de capacitación a las víctimas de la trata. Sin cuestionar las buenas intenciones de los mismos, el mensaje que permanece es que las personas traficadas son en parte culpables por ignorancia o falta de capacitación.
En toda la región, los gobiernos han desarrollado sistemas de seguridad e inteligencia que alcanzaron notables niveles de sofisticación e intercambio internacional de información. Cuesta creer que estos mismos instrumentos no puedan prevenir, detectar, arrestar y sancionar a los traficantes de personas.
Los Estados deben apresurar la implementación de los mandatos contenidos en la Convención para la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra las Mujeres. Especialmente la consigna del artículo 5 que plantea la necesidad de promover cambios culturales destinados a eliminar el trato degradante y discriminatorio contra las mujeres. Esto desalentaría la demanda masculina atendida por el tráfico, la prostitución y la explotación sexual.