Tras la huella de Jorge Teillier (III)

Publicado el 21 julio 2016 por Revista Pluma Roja @R_PlumaRoja

Jorge Teillier le escribió un poema al difunto poeta René Guy-Cadou, titulado El poeta de este mundo. Yo quisiera escribirle algo así a Jorge, sostener con él ese diálogo maravilloso que él entabla con gran nostalgia y potencia con el desaparecido René. Sin embargo, no cuento con la iluminación de los poetas avezados que pueden sentarse en una mesa de madera, invocar a sus dioses y largarse a redactar un diálogo poético que prevalecerá a todas las guerras y los tumultos mundanos. Me gustan todos los poemas de Teillier, pero me gusta sobre todo ese Jorge que se revela en El poeta de este mundo porque habla con una seriedad nostálgica y abrumadora, habla desde la más profunda sinceridad y admiración. Me gusta sobre todo cuando le dice a su amigo poeta: “La poesía es un respirar en paz / para que los demás respiren, / un poema / es un pan fresco, / un cesto de mimbre. / Un poema / debe ser leído por amigos desconocidos / en trenes que siempre se atrasan, / o bajo los castaños de las plazas aldeanas”. Aquí, creo, se resume lo que es la poesía escrita en todo el mundo, aquella que sólo pretende sobrevivir entre el desdén y el tedio de una tarde en cualquier habitación de la tierra. Jorge sabía también que eso era la poesía y que sólo cobraría sentido en cuanto se volviera palabra viva en las hojas leídas por cualquier amigo desconocido en cualquier sitio del mundo. La poesía no se escribe para ganar premios, conformar antologías, ni mucho menos para ser objeto de estudio de expertos o tesistas. La poesía se escribe para sobrevivir, para detectar la belleza y penetrarla sin mayores pretensiones.

Me acordaba de esos versos cuando abandoné la plaza principal de Lautaro y crucé la calle para dirigirme a la biblioteca municipal. Me demoré en llegar, primero por miedo y luego porque me distraje leyendo los poemas que yacían pegados en las murallas de un eterno pasillo que parecía conducir a la muerte. No me gustó la biblioteca, tenía un aspecto de hospital público y estaba atendida por estas típicas señoras que no saben sonreír ni alegrarse cuando un lector despistado y apasionado se presenta en su escritorio. No quería prestarme ningún libro de Jorge Teillier aduciendo que estaban demasiado nuevos y como yo no era socia de la biblioteca no los merecía. Le expliqué que andaba de viaje, que andaba tras la huella de Jorge Teillier, que tan sólo era una joven amante de la poesía, que había cruzado el país para acariciar el recuerdo de Jorge en su ciudad natal. Nada de eso le conmovió. Me miró fijamente y luego se puso de pie sin decir nada. Me sentí incómoda. Volvió con una edición muy bella, muy moderna y me la entregó no sin antes darme una mirada de advertencia. No sé realmente lo que me advertía, quise pensar que no había tenido un buen día y que por eso mi visita no la emocionó. No obstante el recibimiento de la bibliotecaria, yo me sentía en las nubes, nunca había tenido un libro tan bello en mis manos. Bueno en realidad sí, pero esto tenía una mística especial por el viaje, los trenes, Jorge, los versos. Me senté a leer y fui feliz por dos hermosas horas, hojeando un libro que me devolvió al lugar donde pertenezco, donde pertenecemos todos los que perseguimos la poesía: El país de nunca jamás.

Me sentí diferente leyendo su poesía en su natal Lautaro. Le pedí a los muertos que siempre acompañaban a Jorge que me acompañaran en ese momento. Le pedí a Jorge también, sin ánimo de interrumpirlo en sus funciones, que se sentara a mi lado y me hablara a través de sus poemas. Saqué fotos de todos los poemas que me obnubilaron para leerlos en el trayecto a casa, en ese tren que partiría a las 6 en punto, el último tren que me alejaría definitivamente de la aldea de Jorge. Transcurrieron dos horas que nadie interrumpió, excepto mis tripas que, emocionadas también por la poesía, sólo obedecían al llamado natural y me avisaban que ya era hora de almorzar. Entonces me levanté de la mesa, devolví el libro a la bibliotecaria, le sonreí extasiada, ella no me miró y cerré la puerta por fuera. Recorrí nuevamente el frío pasillo flanqueada por la poesía que colgaba de las paredes. Me sentía feliz, como cumpliendo un sueño, cómo no. Caminé hacia la calle sin saber adónde me dirigía, llegué al final de la avenida principal aún sin saber. Entonces, me senté a escribir. No se puede hacer más en momentos como ese.

 

Ahora, evocando ese triste recuerdo de la biblioteca de Lautaro junto a mi café matutino, me pregunto si los poetas son tan peligrosos como pensaba Platón. Quizás por eso nunca son tan reconocidos en sus medios, pues nadie termina de creerles su loco afán de cambiar el mundo. Platón quería expulsar a los poetas de la República por mentirosos y porque era consciente del poder del arte sobre el ánimo humano y éste le parecía tan grande que temía fuera capaz de destruir por completo el fundamento de la polis. Sin embargo, aunque Platón quisiese una polis sin poetas, sentía pesar porque gustaba de la fascinación que el arte causaba sobre ellos, sobre él. Ese terror divino del que habla Platón para hablar de los efectos del arte, es el que temen aún los que sólo se ocupan del intelecto, los que se han alejado del alma. Me imagino que por eso, por la visión de ciudad, de país que impulsan los que ostentan el poder, es más fácil levantar una estatua a un ex oficial de ejército, a un héroe de guerra o a un político, que a un poeta; por eso es más fácil llenar la ciudad de publicidad que de versos. Eso a mí me asusta y yo misma me relegaría de la ciudad que no ame la poesía, que no se escude en las mentiras y los mitos de sus poetas.

Salí de la biblioteca con ganas de almorzar, pero al terminar de escribir y pensar el hambre se había esfumado, quería seguir en busca de la huella de Jorge. Levanté la vista, llevaba un par de horas en ese pueblo y ya ciertas caras se me empezaron a repetir. No conocía a nadie, pero ya había rostros familiares que me saludaban y me sonreían cada vez que me veían. Ahora entiendo de lo que hablaba Jorge, esa nostalgia del Farwest. Sin darme cuenta me empezaba a empapar de La frontera y me sentía segura, muy segura porque sabía que ahí cualquiera podía ser mi amigo.

Me levanté del asiento, quería seguir buscando los rostros de Jorge. Hace unas horas un hombre me había dado indicaciones de lugares que podía visitar para encontrar a Jorge. Miré y remiré el mapa. Busqué y rebusqué mi destino siguiente. Había una plaza llamada Jorge Teillier, ya había visitado la escuela, me fui a la plaza.

 

A lo lejos vi la cara de Jorge en una pequeña construcción. La obra estaba hecha con cerámica y se veía hermosa. Imaginé al artista que la realizó, de seguro deambula por la ciudad sin aspavientos, sabiendo a su obra libre y bella, sin siquiera reconocimiento, pero sin remordimientos porque lo ha hecho como todo artista “por puro amor al arte”. La plaza estaba en remodelación y no había mucho que ver. Como siempre el amor en las plazas se hace presenta en algunas parejas que yacen en el pasto. Jorge estaría tranquilo en un lugar como ese, pienso. Pero no tengo cómo comprobarlo así que quizás no debería escribirlo, pero ya lo hice y no quiero borrarlo porque me gusta pensarlo.

La caminata a la plaza me dio sed, no tenía qué beber, pero por suerte, aquel hombre, además de recomendarme plazas, me recomendó también visitar el bar que frecuentaba Jorge cuando visitaba Lautaro, eso me emocionó mucho. Sabiendo que Jorge fue un poeta que gastó sus codos en los mesones pues “Es mejor morir de vino que de tedio / Sin pensar que pueda haber nuevas cosechas”, partí satisfecha en busca del bar.

 

Con la belleza de las verdes calles de Lautaro, yo, al igual que Jorge, iré a gastar mis codos en los viejos mesones que él frecuentaba y hablaré con la gente que ha oído de él, con algo de suerte encontraré a alguien que lo haya conocido y me cuente cómo era el poeta de este mundo, cómo vive y cómo muere un poeta, entre vaso y vaso de chicha de manaza, de esta temporada o de la pasada, gastaré mis codos en los mesones y hablaré de Jorge como se habla de ese tren que nunca vuelve a la estación.

Me voy con el recuerdo de esa foto que alguna vez vi de Jorge parado afuera del bar Unión, lugar de encuentro durante largos años de las mentes y corazones más bellos que la poesía chilena haya amado. Me voy con ellos y con la poesía del sueño que se persigue hablando de él hasta convertirlo en realidad.

Por Cristal

llavedecristal.wordpress.com