Trascendencia

Por Slevin025 @Slevin025

La dependencia no es más que una forma de sentirnos útiles en un mundo en el que el hombre cada vez es menos necesario. Ya no valemos. Las máquinas, poco a poco, van ganando terreno a todo cuanto se cultivaba en bibliotecas. Y aún así, lo consentimos. Nos consolamos, de vez en cuándo, pensando que la tecnología nos mejora la vida, que sin Internet a ver cómo vivimos ahora, que gracias a todas las innovaciones hay más curas, más facilidades, más comodidades y menos problemas. Pero ¿a qué precio? Puede que los antídotos que crean las grandes industrias de telecomunicaciones den respuesta a enfermedades que ellos mismos han configurado. Todo viene en el mismo pack. ¿Quieres una nevera que, además de picarte el hielo, te diga cuántos días quedan para que se caduquen los alimentos que contiene? Perfecto. Tan solo tienes que darnos toda tu vida. Datos personales, cuenta bancaria, cuentas de redes sociales, tus amigos, tu familia, tus conocidos, dónde trabajas, tus inquietudes, tus recuerdos, aventuras, todas tus fotos, tus vídeos, tus audios, hasta tus secretos más inconfesables que tiendes a satisfacer en navegación oculta.

Cuando era pequeña, recuerdo que no podía soltar la Game Boy. Era de las primeras, formato ladrillo, azul, con apenas un par de juegos que sí dejaban pensar al cerebro, y no a los ojos. Ahí empezó todo. Mi propia dependencia a unos objetos que no dan la felicidad, no comprenden, no entienden y no saben de vacíos producto de egoísmos sentimentales. Y qué más daba. El tiempo por aquel entonces no parecía escaso. Con 10 años cometemos el error de creer que viviremos para siempre. Y muchos de nosotros seguimos tropezando con esa piedra. El camino no es infinito, eterno o justo. No tiene explicación, no tiene sentido, nosotros no tenemos sentido en esta realidad que nos ha tocado compartir, mal que nos pese, queriendo o a regañadientes. Sin haberlo pedido. Nuestra existencia no es más que un error para la ecuación de la naturaleza. Sino por qué tantos desastres naturales. Y nosotros mismos, rodeados de objetos creados expresamente para suplir una función, nos preguntamos para qué servimos. Qué utilidad tenemos en nuestro día a día. Por qué hemos sido creados.

Ni siquiera la tecnología tiene respuesta a ciertas preguntas que rondan mi mente, culpa de Hesse, culpa del cáncer que supone la curiosidad cuando no le pones límites. Y cuánto más sabes, cuánto más averiguas, menos entiendes. Yo ya no entiendo nada, y sé menos aún. No comprendo un mundo que intento cambiar sin orden ni concierto, sin plan a largo plazo, sin retorno de inversión. Tamagotchis, game boys, agendas electrónicas, teléfonos móviles, ordenadores, Los Sims, gps, portátiles, tablets. Internet. El gran hermano de nuestro tiempo que todo lo ve, todo lo oye, todo lo sabe. Nos protege, más Dios que Dios. Tiene control absoluto sobre las cámaras de seguridad, las localizaciones geográficas, las direcciones, viviendas y casas, oficinas, tiendas. Ayudan a la detección y encarcelamiento de los hombres malos. Agilizan procesos, ahorran papeleos, y esa es la única cara que vemos. La cara oculta es aquella que nos cobra cada día en intimidad y libertad. Regalamos un poco de nuestra vida de forma obligada para satisfacer las necesidades informativas de una sociedad que no deja de inventar más necesidades. Y congeniamos tan bien con este sistema que hasta ofrecemos información personal de nuestra vida de forma gratuita. Facebook, Tuenti, Twitter, Instagram, Tumblr, Google +, LinkedIn. Hemos consentido expresamente la usurpación de nuestra identidad en pos de qué, ¿de un almacén de fotos “en la nube”? ¿de poder tener a todos nuestros conocidos en una sola página web para ver a cuánta gente hemos impactado a lo largo de nuestra vida?

Somos dependientes. Buscamos la libertad, la ansiamos, la requerimos, pero en realidad somos dependientes. Necesitamos inventarnos dioses que justifiquen todo lo que no nos gusta. Necesitamos tener el control de nuestras vidas y la forma más fácil de conseguirlo es controlando los objetos que nos rodean. Comprando. Consumismo, otra enfermedad del siglo XXI que tampoco nos importa demasiado. Enfermos como estamos, la pena de muerte ya es sentencia inamovible, qué importa si morimos varias veces al día. Y a día de hoy, ni siquiera hace falta morir para desaparecer de la sociedad. Las grandes compañías solo tienen que mover un par de hilos de su fastuoso Big Data, y nuestra identidad nunca habrá existido. Dependientes e inconstantes. La rutina nos asfixia porque supone mirarnos al mismo espejo, una y otra, y otra vez. El drama nos desalienta y volvemos a desear tener esa monotonía asfixiante antes que ahogarnos en nuestras propias lágrimas. Pero cuidado con lo que deseas, porque puede cumplirse. Logramos la tranquilidad de una vida bien vivida, sostenida por pilares sólidos de paz y armonía tras tantos años bailando entre la incertidumbre y la impotencia. ¿Y ahora qué? Deseamos nuevamente un desastre natural, una desgracia, un corazón roto, algo que nos haga sentir vivos. Algo que nos diferencie de esa planta del pasillo que permanece estática día sí, día también.

En nuestra incansable búsqueda por mejorar nuestra calidad de vida, nos hemos creado necesidades que no teníamos, dependencias que no necesitábamos. Y antes una conversación cara a cara era de lo más vulgar. Ahora si lo haces sin tener el móvil entre manos es todo un acontecimiento. Antes nos conformábamos con oír las voces de aquellos que están lejos. Ahora hablamos con Siri. Y lo que más me asusta es que nos responde. La tecnología nos vuelve estúpidos, piensan por nosotros hasta el punto de que escribir nos cuesta si no es con un teclado. Ya no somos capaces ni de sostener un libro y pasar sus páginas, porque pesa, porque requiere un esfuerzo sobrehumano por nuestra parte. Porque es más fácil dar un golpecito con el dedo para cambiar de un libro a otro. Y tanta modernidad ni siquiera puede aplicarse cuando de verdad se necesita, como por ejemplo, para localizar un avión desaparecido. Trascendencia en mente, evolucionamos hacia un futuro mejor, avanzado, pero yo no veo el avance por ninguna parte.

Retrocedemos como especie, avanzamos como utopía, y nos convertiremos en hologramas antes incluso de darnos cuenta. Porque ya hemos regalado nuestra historia a Internet. Por qué no darle el resto.


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