La estrategia sería perversa si no fuese porque no sigue otro patrón que la ignorancia: mantener a la población anclada al pánico de la supervivencia para que no se dedique a pensar en lo que están haciendo con sus vidas. Es el último cartucho de unos poderes a los que ya solo queda la pólvora mojada de sus privilegios de tiempos pretéritos.
Cualquiera que se tome la molestia de indagar en los mecanismos del poder entenderá enseguida que este no se trata sino de una concesión. Por decirlo sencillo, el poder no se ejerce jamás sobre nadie sino que se recibe de ellos. Todo lo demás son entelequias: estructuras orquestadas para evidenciar lo que no es.
Como siempre, el problema y su solución está dentro de nosotros. Y es tan sencillo (vale, o tan difícil) como dejar de creer lo que nos han hecho creer. Como en esas pelis de terror en las que dando la espalda al monstruo este pierde toda su fuerza; si fuéramos capaces (realmente capaces) de dar la espalda al sistema de creencias que nos inculcaron se terminaría nuestro sufrimiento.
Arruinarse, perderlo todo, es fantástico: Te regala la lección de que no hay nada que perder. Salvo la vida y quizás ni eso.
¿Qué sentido tiene seguir luchando por nuestros derechos a qué? A levantarnos a las seis de la mañana, a entregar nuestras energías a unos pobres cretinos insaciables de ambición, a defenestrar nuestro ánimo y llegar a casa exhaustos justo cuando nuestra vida debería comenzar, a negarnos el disfrute de un amanecer pensando que llegamos tarde a un curro que detestamos, a transigir con relaciones vacías solo porque nos enseñaron que es necesario el otro para sentirnos completos, a reír chistes groseros y renunciar a cumplir nuestros sueños a cambio de tres raciones de rancho diario... ¿No merece la pena intentar trascender la supervivencia?