Por István ojeda Bello
Llegamos a otro 17 de diciembre con muy poco que celebrar, quizás únicamente que el panorama no ha seguido agravándose en las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos. Empero, no todo está perdido, todavía.
A aquel día del año 2014 le siguieron progresos impensados en el mejoramiento del clima bilateral, sin que significaran el fin de las discrepancias y las sospechas mutuas. En la práctica, ambas partes siguieron un principio inamovible desde los primeros intentos negociadores allá por la década del 60 del pasado siglo: comenzar por temas potencialmente manejables, solucionarlos, y a partir de ahí adoptar otras medidas beneficiosas para las dos orillas, con la esperanza de concluir en alguna relación no hostil. Consecuentemente, las pláticas nunca involucraron acápites de fondo como el eventual fin del bloqueo, las compensaciones por las nacionalizaciones cubanas o el estatus de la Base Naval de Guantánamo.
En el lapso que terminó el 20 de enero del 2017 ningún contendiente se sintió cómodo abandonando su lugar tradicional. Washington evitaba parecer demasiado blando frente a un país pequeño y La Habana sin permitirse ningún movimiento denotativo de desesperación, que sería inequívocamente interpretado como síntoma de debilidad.
La entrada de Donald Trump a escena tuvo tal efecto negativo en el proceso, que hoy los meses previos a su toma de posesión se recuerdan como un remanso de paz. Pero más allá de enumerar cada uno de los acontecimientos que han marcado las relaciones bilaterales tras su toma de posesión, sería mucho más útil advertir varios aspectos de la dinámica binacional que preferimos olvidar en medio del cálido ambiente post 17D.
Al poner el pie en el pedal de los frenos y luego girar progresivamente el volante hacia la desacreditada senda de los condicionamientos, la Administración Trump nos recordó cuán “erógena”, usando palabras de Zbigniew Brzezinski, sigue siendo en el imaginario político norteamericano la idea de que cualquier paso conciliatorio con Cuba no es la reparación de una injusticia, sino una concesión.
Obama y su equipo de gobierno, tal cual lo hicieran figuras mucho más conservadoras como Henry Kissinger, tuvieron la lucidez suficiente para comprender que era el momento de explorar rutas diferentes en busca de un modus vivendi entre ambos países que les posibilitara ganar protagonismo hacia el interior de la Mayor las Antillas.
El magnate inmobiliario y sus asesores obviamente son reacios a ese tipo de razonamientos y parecen inclinados al fracasado enfoque del manifiesto cambio de régimen. De paso, han hecho notar que Cuba asciende en la escala de prioridades del Ejecutivo, en tanto sea el escalón hacia objetivos mucho más importantes.
Si Obama usó a nuestro Archipiélago para mejorar sus relaciones con América Latina y, tal vez, hacerse de un inequívoco legado a la posteridad; Trump ha querido ponerse a bien con legisladores cubanoamericanos colocados en puestos claves dentro de un entorno adverso en el Congreso.
El show propagandístico montado alrededor de las extrañas afecciones de salud reportadas por los diplomáticos estadounidenses en La Habana trasparenta la complejidad en la conformación de la política exterior de ese país. Más tarde o más temprano sabremos los detalles de estos manejos turbios a todas luces pensados para justificar el enfriamiento de los nexos diplomáticos. Si las cosas no llegaron a peor ha sido por la paciencia del Gobierno cubano, incluso más de lo que muchos esperaban.
En este minuto es bastante arriesgado predecir qué ocurrirá, aunque el nombramiento de Philip S. Goldberg en el puesto de Encargado de Negocios de Estados Unidos en la capital antillana no presagia nada bueno, si tenemos en cuenta sus antecedentes injerencistas durante misiones anteriores.
La Administración Trump muestra una lógica muy particular, a menudo fuera de lo visto hasta ahora, pues mientras ha hecho guiños constantes a la cada vez más desacreditada línea dura, todavía no rompe por completo los nexos en materia de viajes y de contactos pueblo a pueblo que juzga críticos para influir sobre la sociedad cubana, especialmente en el futuro.
Ahora sí tenemos sectores económicos y políticos estadounidenses y de la emigración de origen cubano que cabildean y se expresan públicamente a favor de mantener el esquema del compromiso trazado por Obama. En este minuto, ellos son los aliados tácitos de una Cuba que debe mantenerse serena y estable, a fin de que con el tiempo se recuerde la era Trump como un mero accidente de un proceso ya irreversible.
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