Tres copas de mosto

Por Raguadog @raguadog

Para numerosos adultos, la Navidad es una época estupenda para el consumismo, la contracción de enfermedades, las incómodas visitas de parientes y la ingesta descontrolada. Sorprendentemente, dichos adultos invierten esfuerzos considerables en hacer ver a sus hijos cuán equivocados están sus padres.

Papá Noel acababa de traer más que lo pedido por la pequeña Ester. Esta niña de ocho años, no obstante, daba más importancia a lo espiritual que a lo material. Lo espiritual era corretear por un espacioso piso en el centro de Madrid, sin pasar frío, escuchando Adeste fideles con alegría, con devoción y con un equipo de sonido de alta fidelidad.

Quizá porque su fe era inquebrantable (pese a que iba a un colegio religioso), Ester prefería a los Reyes Magos de Oriente. ¿A qué niño o niña no le gustaría disfrutar de los privilegios de Jesús, pero sin tener que sufrir la persecución de Herodes el Grande?

¡Ah, sí! A Marta, la hija de la asistenta.

—Que no, Ester. Los Reyes Magos no existen. Tú tienes el telescopio y yo no… porque tus padres son ricos, no porque te portaras mejor el año pasado.

—¡Sí que me porté mejor, tonta!

Desde luego, la explicación en la que coincidían papá, mamá y su hermano le resultaba más razonable. Ella siempre daba la razón a los mayores, incluso cuando los mayores no tenían razón. Fue eso por lo que Melchor, un año antes, le había otorgado un telescopio de cien aumentos. Además, si Marta y su madre eran tan pobres… ¿por qué tenían tantas velas en invierno?

Esta vez, todo sería distinto. Esta vez, la rapaza documentaría la existencia y presencia de Melchor, Gaspar y Baltasar. Ester no creía que tuviera que estar dormida de verdad para que Sus Majestades de Oriente acudieran a su domicilio; tal norma habría sido muy injusta para con los niños que, habiendo desplegado un comportamiento intachable, tenían dificultades para conciliar el sueño.

Aquel cinco de enero, mamá insistía en ir a la cabalgata un año más. La niña con nombre de reina no lo deseaba tanto, teniendo en cuenta que planeaba ver a los Reyes en su propia casa, pero aceptó porque le encantaba ver a su madre feliz.

—¡Mira, hija, ahí va Gaspar! —exclamó mamá en el Paseo de la Castellana—. ¡Qué carroza tan chula!

—Sí, aunque su traje no sea de verdad. —La infanta vislumbraba el desfile a hombros de su hermano mayor, David, que no compartía el ánimo de las chicas de la casa. ¡Menudo muermo!

Por la noche, la joven espía bebió toda la Coca-Cola que pudo antes de suscitar la alerta de sus padres. Cuarenta miligramos de cafeína fueron suficientes para su infantil cerebro, ayudando a Ester a permanecer despierta.

Cuando unas pisadas resonaron cerca de la habitación de la niña, supo que debía fingir estar dormida. Sí, ella había considerado la posibilidad de que Sus Majestades verificaran que no hubiera testigos de su operación clandestina. Creyéndose más lista que unos individuos cuya edad superaba los dos mil años, salió de su dormitorio cuando se alejaron. Gateando, desplazándose con sigilosa lentitud, Ester llegó al recibidor, se irguió cuidadosamente y asió la consola que llevaba anclada al pantalón de su pijama. Activó la cámara de su Nintendo 2DS. Con su pequeño corazón latiendo aceleradamente, se dispuso a fotografiar a dos de los Reyes Magos. ¡Era la ocasión perfecta!

Desgraciadamente, la oscuridad no permitía distinguir si se trataba de Melchor y Gaspar, de Melchor y Baltasar o de Baltasar y Gaspar. Supo que estaba a punto de salir de dudas cuando uno de ellos dirigió a su propia cara el teléfono móvil que llevaba.

¿David?

¿Qué hacían ahí su padre y su hermano?

Por un instante, la infanta sintió la tentación de advertirles. «¡Los Reyes no van a entrar si estáis en el recibidor!» Pero las acciones de papá y de David evidenciaron que no tenían las mismas intenciones que la niña. Cogieron una llave situada en una estantería alta, la utilizaron para abrir un armario y extrajeron un montón de objetos envueltos con papel de regalo. Dieron buena cuenta de las tres copas de mosto. La chica siempre se había preguntado por qué en su vivienda no dejaban leche o cava a los Reyes, como se hacía en otros hogares; una parte de su mente sugirió que la respuesta estaba relacionada con la intolerancia a la lactosa de su abstemio padre. Pero eso significaba…

Significaba que Marta tenía razón.

Instintivamente, volvió a su habitación sin ser percibida, volvió a acostarse, volvió a fingir estar dormida. Se pellizcó: no era una pesadilla. Decepcionada, deseó que la fantasía de los Reyes Magos hubiese sido cierta. Pero deseó con más fuerza algo más realista: no haber comprobado que no lo era.

En aquel momento, pensó en su madre. ¡Ella seguía siendo tan ingenua…! «Como mamá se entere de que los Reyes son en realidad papá y mi hermano, se va a poner muy triste».

Los párpados de la niña parecían más pesados que nunca, pero aún había algo que quería hacer. Esperó a que los auténticos regaladores volvieran a sus respectivos cuartos y se levantó otra vez. Una vez cumplido su cometido, descansó hasta ser despertada por su madre.

—¡Ester! Sabes quiénes han venido esta noche, ¿no?

—¡Los Reyes! —repuso la hija con un entusiasmo casi natural.

Papá simuló ilusión al abrir los obsequios que le correspondían. La niña siguió su ejemplo. ¡Mamá no podía albergar sospechas! David, por otro lado, apenas se molestaba en fingir. Pero incluso él se sorprendió al ver borrado el destinatario en el principal regalo de su hermana. La etiqueta del telescopio de doscientos veinte aumentos ya no rezaba: «De Baltasar, para Ester».

Con una caligrafía tan exquisita que resultaba difícilmente concebible en un adulto, en la etiqueta del presente podía leerse: «De Baltasar, para Marta».

Cerciorándose de que mamá no la estaba mirando, Ester sonrió y guiñó un ojo pícaramente.