Tres cuentos breves

Publicado el 07 noviembre 2017 por Biblioteca Virtual Hispanica @BVHispanica
CAPÍTULO PRIMERO: LA   CASITA
Heredé una pequeña y vieja casita de mi tía abuela, que me quería mucho, pues decía que yo me parecía mucho a la joven que ella había sido.   Lo que nos diferenciaba era que mi tía siempre fue una mujer delicada y con mucha fantasía y yo, una joven fuerte, sana y muy realista. El día que fui al notario para que me entregara las llaves de la casa, al cogerlas noté en mi mano un calor especial, como si el alma de mi tía estuviera en ellas. Sentí un escalofrío que me dio un poco de miedo: el cuerpo de mi tía no había aparecido. Al prescribir el tiempo reglamentario y debido a su avanzada edad, la habían dado por muerta y debía hacerme cargo de mi herencia.Desde el primer día sentí la necesidad perentoria de ir a la casita, pero en esos momentos de mi vida mí trabajo y mis circunstancias me hacían imposible viajar. Lo dejaría para las vacaciones de Navidad, entonces tendría más tiempo para reunirme un poco con mi pasado.La casita de mi tía abuela estaba relativamente cerca de la nuestra, donde vivíamos mis padres y yo; a una hora de camino, más o menos. Yo recorría ese camino tres veces a la semana. No me daba pereza ir a visitarla. Me encantaban las historias que me contaba y la merienda que me tenía preparada. Cuando era pequeña, un vasito de leche con unas pastas de piñones que me encantaban. Más tarde, cuando fui creciendo, un cafetito los días de mucho frío y una limonada en verano.
Un día, mis padres decidieron vender nuestra casa y nos trasladamos a la ciudad, para que yo tuviera más oportunidades de estudios y trabajos. Iba a echar mucho de menos la tardes con mi tía abuela.Nuestra antigua casa estaba en la plaza mayor del pequeño pueblo. La de mi tía es una casita de madera, situada lejos del camino transitado. Parecía agazapada sobre la ladera húmeda y herbosa o recostada contra el gigantesco afloramiento rocoso. Había permanecido así durante doscientos años o más, mientras a su alrededor medraban y se multiplicaban las plantas rastreras y los árboles crecían.Me contaba mi tía que esa casa había sido morada durante generaciones de los personajes más extraños que el mundo haya podido ver. Yo escuchaba embelesada las historias sobre su casita.Mi tía vivía rodeada de una gran fantasía. No se había casado, no por falta de pretendientes, ya que era muy guapa y graciosa, pero también muy independiente: no habría soportado que ningún hombre le impusiera unas normas de vida. No lo lamentó nunca, era feliz a su manera. Aunque en los alrededores la tenían por una persona” rara”, solo porque en aquellos tiempos elegir la soltería era casi un pecado mortal. Decían, hablaban, comentaban que su casa estaba embrujada y que la habitaban seres de otra dimensión.¡Se oían voces, en idiomas que la gente rural no comprendía! Les estaba bien empleado, por cotillas: a ellos que les importaba lo que hiciera o no mi tía. Las gentes en los pueblos pequeños se preocupan más de lo ajeno que de sus propias vidas, no muy ejemplares algunas. Deberían haber dejado de meterse en asuntos que no les incumbían. A veces, los comentarios dichos con malicia pueden hacer un daño irreparable en la persona que no puede defenderse.Mi tía pasaba de todo aquello, creo que, en el fondo, algo sí le molestaba, pero nunca dijo nada a nadie, ni hizo ningún comentario al respecto.Los habitantes del pueblo se desviaban del camino por no pasar cerca de la casa, salvo que fuera imprescindible.Con el tiempo, me fui a vivir a otro país y, cuando fallecieron mis padres, perdí un poco el contacto con mi tía abuela. Cosas que pasan. Pero siempre la tenía en mis recuerdos.Después de mi visita al notario pasaron algunos meses, llegaron las vacaciones de Navidad y con ellas, el compromiso que yo sola adquirí de ir a visitar mi casa. Estaba un poco nerviosa e intrigada: ¿serían ciertas las habladurías? Las personas que viven en pueblos tienen un sexto sentido para las cosas ocultas o extrañas.     Ahora tenía diez días para averiguarlo y lo iba a hacer, pasara lo que pasara.Antes de acercarme a la casa me pasé por el supermercado, para hacer acopio de víveres, linternas y velas, por si me sorprendía un apagón, aunque esperaba que eso no ocurriera.
Llegué a la vereda que llegaba hasta la casa. Aquello era casi un bosque. El jardín estaba descuidado, las malas hierbas abundaban y los rosales estaban secos.El corazón me palpitaba, parecía que se iba a salir del  pecho, pero el recuerdo de mi tía me daba tranquilidad, no podía hacer caso de las habladurías de viejas chismosas y mal intencionadas. ¡Fuera de mi mente!, borradas para siempre.Miré la casita, la fachada estaba un poco deteriorada por las inclemencias del tiempo y la mala conservación de la madera.Introduje la llave en la cerradura, la puerta no chirrió como yo esperaba, se abrió como si la acabaran de engrasar. El olor que sentí al entrar era olor a lavanda; había muchas telarañas que, extrañamente, no eran grises ni incómodas, como vulgarmente son: estas eran de colores alegres, lo cual me hizo pensar que aquello era una bienvenida.Lo primero que hice fue llevar todas las viandas a la cocina, colocarlas y limpiar un poco el polvo. Ya haría una limpieza más profunda otro día, tenía mucho tiempo por delante. Me instalé en el dormitorio de mi tía, que siempre me había gustado, con sus muebles victorianos.Deshice las maletas y colgué la ropa en el armario, junto a la de mi tía. También allí olía a la lavanda que ella guardaba en saquitos de tela. Me dispuse a dar una vuelta por la casa, donde todo estaba igual que hace años.Paseando por las habitaciones sentí o presentí que no estaba sola, tenía la sensación de que me observaban, aunque no le di mayor importancia: estaba nerviosa y posiblemente me lo estaba imaginando, por todas las habladurías que había escuchado sobre la casa y sobre mi tía.  
CAPÍTULO SEGUNDO: EL SÓTANO
Bajé al sótano que, de toda la casa, era lo que estaba más limpio. No lo recordaba muy bien, y empecé a buscar recuerdos que supuse estarían allí, pero no había nada, lo cual me extrañó mucho. Aquel sótano parecía una sala de reuniones: en medio había una gran mesa de roble, no muy alta, y alrededor de la misma, once sillas. Sobre la mesa, labrada, una estrella de nueve puntas con una piedra azul en el centro. La misma que aparecía en el respaldo de las sillas.Como la luz del sótano no era muy buena y no veía bien, subí rápidamente a buscar la potente linterna que había traído. Bajé corriendo, mi corazón estallaba de emoción, ¿qué sería aquello?, ¿qué reuniones se habrían celebrado alrededor de esa mesa? Tenía que averiguarlo.Todo era muy extraño, ¿sería verdad lo que se decía de mi tía? No podía ser nada malo, mi tía era un ángel... ¿o tal vez no? Me pareció que me iba a estallar la cabeza, de tanto pensar. ¿Habría cambiado tanto mi tía que posiblemente no la conociera como creía? «No, quítate esas ideas de la cabeza», me decía a mí misma, no podía haber cambiado tanto. «¿Mi tía, bruja, o qué sé yo? No, imposible, no puede ser», me repetía una y otra vez.Los pensamientos iban y venía por mi mente calenturienta. Recorrí la habitación con la linterna, fijándome en todo con el mayor detenimiento. Al dirigir la luz hacía el techo vi la misma estrella. Pero lo que más me sorprendió fue que, a lo largo de toda la pared, en la parte superior de la misma, había escritos números como los de los portales de las casas, del uno al nueve.Me acerqué a tocar, mi temblorosa mano recorría la pared buscando o esperando encontrar algo, no sabía qué. Al poco noté una ranura rectangular que iba de arriba abajo y de derecha a izquierda, de las medidas de una puerta. Por más que toqué y busqué, no encontré cerradura ni nada que se le pareciera.Mi imaginación me estaba gastando una broma, pensé. ¿Me habría quedado dormida?, ¿era todo un sueño? Me pellizqué y estaba despierta, y bien despierta: no era un sueño, era la más pura realidad.El tiempo pasó tan rápidamente que no me había fijado en lo tarde que se había hecho. Subí a la cocina, cené solo un vaso de leche calentita, me tumbé en la cama pensando en todo lo que había visto, y me quede profundamente dormida. Soñé que mi tía quería comunicarse conmigo y contarme cosas de antaño, como había hecho siempre, aquellas historias suyas que me sorprendían y encantaban.Al día siguiente me desperté muy temprano; el sol entraba por la ventana, y sus rayos me daban en la cara; un mirlo cantaba en el alféizar. Bajé a la cocina y me hice un café, quería bajar enseguida al sótano, para verlo con luz natural, sin velas ni linternas. La estancia tenía varias ventanas que daban al jardín y se podía ver con gran claridad. Necesitaba saber si lo que había visto por la noche habían sido imaginaciones mías o era realidad. Me fijé en que, a pesar de encontrarse envejecidos, arañados y casi opacos por el polvo, los cristales no estaban rotos. Subí a la habitación, me vestí unos pantalones vaqueros y un jersey gordo, salí al jardín y los limpié concienzudamente. Después volví al sótano. Todo estaba como la noche anterior, la mesa, las sillas, las estrellas…Tímidamente, giré la cabeza hacía la pared, me acerqué y toqué la piedra (mis nervios estaban a flor de piel). Efectivamente, allí estaban los números, y, si te fijabas bien, se veían claramente nueve puertas. En cada lateral, a la derecha, una pequeña estrella de nueve puntas podría hacer las veces de cerradura, ¿o era la cerradura? Aunque no veía orificio alguno para meter una llave.Fui tocando, una a una, lo que yo creía que eran las puertas, los números y las estrellas, pero no se abrían ni cedían.Un poco desilusionada, me senté frente a la mesa a pensar: ¿eso que veía sería solo una decoración? La fantasía de mi tía no tenía límites, posiblemente habría encargado esas puertas para, por ejemplo, imaginar que tenía invitados y así entretener su soledad.Estaba pasando la mano por la estrella labrada en la mesa y se me ocurrió apretar una de sus puntas. De repente noté un frío gélido en mi espalda, volví la cabeza y me quedé pasmada. Una de las puertas, la número cinco, se estaba abriendo lentamente.No sabía qué hacer, si acercarme y entrar, o cerrarla nuevamente. No soy miedosa, mi tía no me dejaría algo maligno o que pudiera asustarme, me dije. Sin pensarlo dos veces, me levanté de la silla y fui al encuentro de lo desconocido.Sentí el deseo de penetrar en el fondo de un mundo oscuro y hacer realidad la imagen en su intensidad.Creí oír unas voces que me decían:«Baja las escaleras, te estamos esperando». Sería, pues, un viaje hacia la certeza, un catálogo de paisajes, luces y colores en una tela de araña, un modo de la conciencia que explora los límites de la percepción de la noche y la luz, entre lo que veo y lo que no veo, escucho y otro lugar no evidente, abro mis ojos a lo evidente.Allí estaba ella, la puerta abierta, esperándome, no sé si para tragarme o invitándome a entrar. Me adelanté unos pasos, pero retrocedí inmediatamente: «Pero qué haces insensata, no sabes lo que te espera al final de ese oscuro y frío laberinto»Volví a la mesa, toqué una de las puntas y la puerta se cerró: no estaba preparada. necesitaba saber más. Seguramente en algún rincón de la casa encontraría algo que aclarara el misterio. Pero estaba sola, no podía arriesgarme a quedarme encerrada en un lugar donde nadie sabía que yo estaba. A mis compañeros de trabajo les había dicho que iba hacer un largo viaje.  
CAPÍTULO TERCERO: LA BÚSQUEDA
 Subí del sótano y empecé a buscar en el despacho-biblioteca de mi querida tía.Iba a ser una tarea dura, no sabía por dónde empezar... Seguramente habría algo en su mesa. Me dediqué a abrir cajones y a leer todos sus documentos, tenía que encontrar algo que se refiriese al sótano. ¿Pero qué sería? ¿Sabría yo distinguirlo? ¿Y si me comunicara con ella? ¡Cuando una persona desea algo con fuerza, eso que desea termina convirtiéndose en realidad! ¿Me pasaría a mí? Lo deseé con todas mis fuerzas. Vacié los cajones del escritorio, nada de lo que allí había era interesante. Los volví a colocar en su sitio y noté que uno de ellos pesaba más que los otros. Lo toqué por todas partes, le di golpecitos, como hacen en las películas. No sonaba como los demás.Me hice con un abrecartas muy bonito que había encima de la mesa. Fui metiendo la hoja por todas las hendiduras hasta que, ¡Eureka! Se abrió el fondo, donde encontré una antigua cartera de piel sobre la cual, grabada en oro, aparecía una palabra: «OLIMPO».Me quedé anonadada. El contenido de la cartera eran pergaminos antiguos, con jeroglíficos en los que aparecían algunas palabras en griego. No entendía nada de nada.Repasé cada pergamino y, entré ellos, encontré un sobre dirigido a mí.Allí estaba mi nombre y era, indudablemente, la letra de mi tía. Ella me conocía, sabía que yo no desistiría hasta encontrar lo que me propusiera.La carta decía lo siguiente:“Querida sobrina:Estarás fascinada con lo que te estás encontrando dentro de la casa. Todo tiene una explicación pero la tienes que encontrar tú solita, es un juego real, no como los que hacíamos cuando eras pequeña.Tienes que encontrar la clave para poder entrar en las nueve puertas y que salga de ellas lo que corresponda a cada una. Sé que has abierto una por casualidad, pero ha predominado tu sensatez a la curiosidad. Haber entrado habría sido una gran catástrofe para ti.Aunque hay nueve sillas y nueve letras, lo que tienes que descubrir está en la pared. Hay once números, dos de reserva, ya sabrás para qué o quiénes son.Un beso muy fuerte y suerte.Tu tía abuela.Irene (que significa Paz).
Se me cayeron las lágrimas, pero tenía que ser fuerte y seguir adelante: se lo debía a ella, aquella mujer que, dentro de su fragilidad, era sorprendente y audaz.Con los ojos llenos de ese agua salada, leí la posdata:«Cada número corresponde a una o dos letras del alfabeto griego. Tienes que buscar la palabra clave que abra las puertas, no te equivoques y piénsalo bien. Debes de estar  en el sótano, en cuanto descifres el significado del enigma, se abrirán una por una las nueves puertas, por ese motivo debes estar allí en el punto exacto.Yo no puedo ayudarte, solo te puedo decir una palabra «Guametría». ¡Suerte!
Miré el pergamino en el cual debía interpretar y descifrar aquel galimatías (me dije: «¡Adelante Hamadríades!»). Si, mi nombre es ese, un poco inusual, me lo puso mi tía, que era una enamorada de los dioses mitológicos y había leído y releído, La Iliada y La Odisea de Homero.Hamadríades es una de las ninfas del bosque que viven en los árboles y representan el poder divino de los mismos.Ella decía que yo era un árbol fuerte, que daba sombra protectora y acogía en mis ramas a todos lo que quisieran posarse en ellas (era deliciosa, mi tía, cuánto la echo de menos).Los números 7-5-41-1-8-1-88-2-0-1-1 = 11. Sumaban once, como ponía en la carta.Fui a la biblioteca: quería encontrar algún libro que hablase de números y letras.   Busqué afanosamente pero, quizás por el nerviosismo que sentía, no vi ni encontré nada que me pudiera indicar el cómo y el cuándo.Tenía que seguir. No me había dado cuenta que no había comido nada en todo el día, ya era casi noche cerrada y estaba un poco cansada.Fui a la cocina, me hice una ensalada y un buen bistec para reponer fuerzas, lo necesitaba.  El día siguiente iba a ser muy duro, eso creía yo, y así sería.Pensado en la palabra guametría, me quede dormida. En mi cabeza daban vueltas y más vueltas números y letras, las veía por todas las partes.Mi sueño, que yo esperaba reparador, resultó una pesadilla: las nubes eran letras; los árboles, números; el agua, las sillas; los libros... Todo era un caos matemático.Me levanté temprano, me duché y, al mirarme al espejo vi unas profundas ojeras, consecuencia de la noche que había pasado. No le di mayor importancia. Como soy muy coqueta, me acicalé un poquito y... ¡lista de nuevo para enfrentarme al enigma de las nueve puertas!Así que fui poniendo a cada número la letra que creía que le correspondía. Empecé con las minúsculas, no salía ninguna palabra coherente; seguí, intercalando mayúsculas y minúsculas y, después de una agotadora mañana, terminé viendo números y letras por todos lados.Subí a comer un poco, aunque no tenía mucha hambre, para seguir con el enigma que me había dejado mi tía. Bajé de nuevo al sótano y fui colocando las letras mayúsculas, hasta que la palabra mágica salió:«Murciélagos».Al pronunciarla en voz alta, el sótano se iluminó con una luz blanca con tonos azules, maravillosa y cegadora.Siguiendo el orden de las letras de aquella palabra, «murciélagos», empezando por la eme, las puertas se fueron abriendo una a una,Cogí la linterna y, armándome de valor, entré en la primera puerta:«¿Adónde me llevará?»Mientras me internaba en las profundidades, sentí cómo, a cada peldaño que descendía, mis pulsaciones iban en aumento. Cuando terminé de bajar las interminables escaleras, descubrí una cripta y nueve pasillos: no tenía ni idea de lo que significaban ni a dónde llevaban.En esa «madriguera» de pasadizos había nueve puertas, parecidas a las de arriba. Cada una tenía un número identificativo, como las del sótano. En el centro del laberinto había un catafalco de madera y, sobre el mismo, un ataúd.Quise dar la vuelta rápidamente y volver al sótano, pero la curiosidad fue más fuerte.Me fui acercando con pasos lentos, sintiendo un poco de claustrofobia. El techo no era muy alto y el aire estaba muy cargado, con olor a rosas.Cuando ya estaba cerca del ataúd pude observar que en la tapa,  en la parte correspondiente a los pies, estaba dibujada la estrella de nueve puntas. Fui dirigiendo la mirada, tímidamente, a lo largo de la caja y... no podía creer lo que estaba viendo a través del pequeño cristal.Subí rápidamente las escaleras. Me ahogaba, no podía respirar, mis ojos se llenaron de lágrimas. Llegué al sótano y me senté en la silla número once. No sé si por casualidad, aquella fue la primera que encontré.Entonces, de repente, fueron saliendo unas figuras traslúcidas, personajes mitológicos que se sentaron alrededor de la mesa, en las sillas correspondientes.Faltaban dos, tal y como me había dicho mi tía. ¿Quiénes serían? No entendía nada. Me disponía a hacer un montón de preguntas que estaban en mi mente, cuando se abrió otra puerta, que yo no había visto antes, y salió ella, Irene. Me cogió de la mano y me dijo: «Hamadríades ya es hora que vuelvas al Olimpo».  Yo quería abrazar a mi tía, pero era transparente como una gota de agua pura, no la podía tocar, solo verla y hablar con ella, igual que con los otros invitados.¿Sería yo una diosa? «Por favor, qué pregunta tan tonta. Si fuese una diosa no me habría costado tanto terminar una carrera y situarme. Esto tendrá una explicación».Ya que tenia a todas aquellas deidades a mi alcance, aprovecharía la ocasión para preguntarles todo lo que quería saber.¾No te asustes pequeña ¾oí decir a mi tía¾. Ellos, mis amigos, los dioses del Olimpo, me dieron sepultura en donde yo quería estar: en mi casita. Y tú vendrás dentro de poco con nosotros, es tu destino.No salía de mi asombro. Yo no quería morir, era muy joven, tenía una larga vida por delante y se lo hice saber al espíritu de mi tía.Ella no me contestó, solamente elevó la mano izquierda y, al instante, se levantó un viento huracanado que llegaba desde otra dimensión... Entonces apareció el Minotauro, pensé que ya no existía, que lo habían matado. En la mitología nada muere, todo es imperecedero.Se dirigió a mí con pasos rápidos, yo eché a correr hacía las escaleras de subida a la casa. Su boca babeaba, estaba dispuesto a tragarme enterita: hacía mucho tiempo que no veía carne fresca. Me alcanzó en el primer escalón y me arrastró hacía el centro del sótano, me cogió en sus fuertes brazos y me depositó encima de la gran mesa.Todos me miraban y sonreían. En ese instante creo que me desmayé, del miedo que tenía.El Minotauro, muerto por Teseo con la ayuda de la hermanastra del primero,  quien ayudó a Teseo a salir del laberinto, con un cordel que habían atado a la entrada del mismo. Pobre, él no tuvo la culpa de que Poseidón regalara al rey Minos un toro blanco, bellísimo, para que lo sacrificara en su honor.Minos quedó prendido de la belleza del toro y sacrificó otro toro en su lugar. Al enterarse, el dios del mar se puso muy furioso, hizo que la bella esposa de Minos se enamorase perdidamente del animal, ésta pidió a Dédalo que le construyera un disfraz de vaca, con el fin de consumar el amor que sentía por el animal. Y Dédalo le diseño un disfraz tan perfecto que, fruto de la cópula de Parsifal con el toro, nació el Minotauro, un híbrido con cuerpo de hombre y cabeza y rabo de toro. Minos, antes de encarcelar a Dédalo por traición, le obligó a diseñar el célebre laberinto donde viviría por siempre el Minotauro. El pobre monstruo se alimentaba, una vez al año, con carne humana. Y no cualquier carne, tenia que ser de doncellas y hombres jóvenes. Menos mal que, supuestamente, lo mató, porque habría terminado con la juventud del Olimpo.Cuando me desperté estaba sentada en la silla número once, junto a la de mi tía, y en el brazo izquierdo tenía tatuada una estrella de diez puntas. En la silla número diez, mi tía abuela sonreía.¾No puedes escapar a tu destino, querida.Desde entonces, seguí bajando al sótano todas las noches. Fui conociendo más profundamente a Eros, a Gracia, a Ostreo, a Horas, a Arclepio... Me contaron que habían llamado al Minotauro porque era el único que podía tocarme.Mi tía, quien quería que me involucrara en sus creencias, lo había conseguido: me fascinaron las diosas y los dioses, aunque aquello no dejaba de ser una fantasía, y yo estaba en el mundo de los vivos, eso es lo que cuenta. Viví una semana alucinante, llena de sorpresas maravillosas. Me despedí de mi tía y de sus dioses mitológicos. En ese instante se cerraron a cal y canto las nueve puertas; el sótano volvió a su «normalidad».Antes de que  las puertas se cerrasen, todos me dijeron que me esperarían con ansiedad. Mi sitio era estar con todos ellos en el Olimpo. Yo era el poder de los árboles y me necesitaban. Eso me dio qué pensar.
Las vacaciones llegaban a su fin, subí a mi cuarto, preparé las maletas y llena de nuevas sensaciones partí para mi ciudad, a encontrarme con la cruda realidad. Cargué el coche con todos los bultos y cerré la puerta con llave. Eché una última mirada a la Casita, ¿volvería nuevamente?No lo sé, tal vez, cuando vislumbre mi vejez, si sigo soltera, puede que vuelva. Si tengo hijos les contaré la aventura y tal vez les traiga; puede que a ellos no les interese tanto como a mí o puede que sí. La ilusión y la fantasía no pueden morir nunca, son el motor de nuestra mente y de nuestro espíritu. Me toqué instintivamente el brazo donde tenía tatuada la estrella de nueve puntas.Cuando llegué a mi pequeño apartamento, casi no lo reconocía: tenía la sensación de que había pasado mucho tiempo fuera; era otra persona, ¿qué me había pasado? No lo sé, ni lo sabré jamás.Me duché, deshice las maletas y me acosté.
Abuela Ángela.  8 de octubre 2003.