Estoy sentada junto a mi mamá, y la ayudo a chinear a mi hermanito. Se me ven las rodillas, que están sucias y algo terrosas. Estiro la falda, pero es demasiado corta y no alcanza a cubrirlas. Toda la ropa se me está quedando pequeña. Mi mamá dice que estoy creciendo muy aprisa, que me va a cortar un par de vestidos en cuanto pueda comprar la tela. Estamos todos callados, nadie se anima a platicar. Mis hermanos no lloran ni gritan, están como temblorosos, con mucho miedo. Yo también tengo miedo pero estoy tranquila, no sé por qué.
Me fijo en una hormiga negra, de esas que les dicen guerreadoras, que va trepándose por el pie y después por la canilla. Pican duro, pero si te mantienes quieta, sin respirar, entonces no hacen nada. Está algo perdida, igual que nosotros. Se mueve deprisa, con sus patitas delgadas y largas, y apenas la noto sobre la piel. A don Peto, mi padrino, se le metió una hormiga en la oreja mientras dormía la borrachera, en medio del monte. Llegó a casa tambaleándose y gritando del dolor, agarrándose la cara con las dos manos. Se devanaba por el suelo y brincaba y se daba cabezazos contra los horcones del corredor. Tuvieron que sujetarlo entre varios hombres para intentar sacarle la hormiga. Le hurgaron en el hueco de la oreja con una ramita y, como no salía, llamaron a la Licha, que tiene las uñas largas. Pero tampoco. Al final fue mi abuela quien dijo: échenle agua caliente, no sean brutos, y así salió.
Se oyen venir las granadas. Zumban antes de estallar igual que los zancudos cuando se te acercan a la oreja, pero más fuerte. Entonces cierro los ojos y encojo los hombros. Pienso que si nos cae una encima nos vamos a morir todos. Pero revienta y aún seguimos aquí, vivos. Algunas caen bien cerca y la tierra se sacude con un temblorcito. Y le corre a una como un escalofrío por la espalda. Por ratos vienen más seguidas, bum, bum, bum, y después se calma un momento.