En el día de hoy os traigo un relato de realismo social. Una historia cualquiera, una semana cualquiera sobre la que tú, si vives en el llamado primer mundo, seguro has oído hablar o, más allá, conoces a alguien que ha vivido una historia similar.
Elena tenía en aquel entonces apenas veinte años y estudiaba segundo de magisterio. El embarazo fue fruto de un amor de verano, de esos que conocías en el pueblo, entre las lentas y los pasodobles, entre los paseos por la carretera del cementerio y la calle perfumada de jazmines. En noches de discoteca, con besos a la luz de la luna, abrazos rápidos sobre el cartón que habían echado para suavizar el suelo de tierra, ¿dónde quedó el romanticismo?, el despertar de la sensualidad, el sabor del deseo y la atracción de lo prohibido. El chico vivía en Barcelona y venía, como ella, a pasar los veranos en el pueblo. Se conocían desde hacía un par de años y llevaban uno tonteando y otro más en serio.
Cuando supo del embarazo la desesperación se apoderó de ella: un abatimiento desmedido, una congoja que no la abandonaba y las dudas y la zozobra y el silencio a toda costa. El chico (no quiere ni recordar su nombre) fue expeditivo en su respuesta y no le dio opciones: tienes que abortar. Mientras ella vacilaba, él lo organizó todo como una excursión de fin de semana. Trabajaba en una fábrica de bicicletas y tenía su dinerillo, con el que le pagó el viaje a Londres y los gastos de la operación. Nadie iba a enterarse, ni siquiera sus padres. Sólo su chico, ella y una amiga íntima que la acompañó al aeropuerto. Pero la aduana la cruzo sola, con sus veinte añitos, su miedo, su vergüenza y allí, en el fondo de todo, un rescoldo de valor desesperado.
La aventura de tres días y dos noches fue una experiencia traumática que Dios sabe qué cicatrices interiores habrá dejado: el trato anónimo e impersonal, el desdén silencioso de quienes la atendieron, la falta de comunicación, la soledad absoluta y el dilema moral que mordía en su conciencia con dentelladas feroces, masticando en un solo bocado la culpa, el pecado y el remordimiento, alimentándose de ellos como un parásito que crece a costa del cuerpo que lo alberga.
Elena recuerda el alivio tan inmenso que sintió al regresar a Madrid. Poner el pie en el aeropuerto de Barajas fue como despertar de un mal sueño. Después sentía miedo de pensar en ello, incluso de acordarse, como si los demás pudieran ser capaces de leer sus pensamientos. Tan mal lo pasó que no quiso volver a ver al chico, ni hablar con él ni pronunciar su nombre. Pero el instinto de supervivencia vino a echarle una mano: encerró los aciagos recuerdos en algún escondido rincón de su mente, como el genio absorbido por la lámpara, y tiró la llave.
Pero ahora, tantos años después, tras los sucesivos y desesperados intentos por quedarse embarazada, con la certeza de su maternidad frustrada, a través de las grietas que han dejado abiertas la erosión del tiempo y las esperanzas perdidas, ha emergido en su conciencia, con una fuerza y plenitud desconocidas, el prisionero que había tenido olvidado en el cofre de los hombres muertos, el fantasmilla que había estado eludiendo a lo largo de los lustros, aquel espectro inexistente sin siquiera alma, según algunos entendidos, amorfo glomérulo de células a medio camino entre la lombriz y el renacuajo. Ha tomado cuerpo y peso en su ánimo, no llenándola de remordimientos, sino impregnándola del melancólico sentimiento de la ocasión perdida, del hijo que desechó en un momento inoportuno pero que después, cuando lo deseó ardientemente, desesperadamente, no lo pudo concebir.