Tres hombres que cambiaron la historia del fútbol

Publicado el 13 noviembre 2011 por Marianofusco

No, no vamos a hablar de Maradona, Pelé y Distéfano.  Tampoco de Messi, Cruyff y Zidane.  Los tres  hombres de los que vamos a hablar jamás jugaron un partido oficial.  A uno de ellos ni siquiera le interesaba el fútbol.  Pero estos tres ilustres desconocidos ejecutaron en menos de una década la mayor transformación en la historia del más bello de los deportes.  Hablando de negocios, desde luego.

Horst Dassler, el más importante de nuestros tres personajes, era el primogénito y el único hijo varón de Adolf Dassler, el fundador de Adidas.  Como en toda empresa familiar de estrictos valores, Horst fue preparado desde muy joven para suceder a su padre en la conducción de la firma.  Aunque muy pronto, desde sus primeras incursiones como representante de Adidas en eventos como los Juegos Olímpicos de Melbourne, en 1956, el heredero mostró cualidades muy distintas a las del fundador.  Pese a que respetaba mucho a su padre, las estrategias y los métodos llevados adelante por Horst Dassler evidenciaron que su plan era notoriamente más ambicioso.  Para él no se trataba únicamente de vender la mayor cantidad posible de zapatillas con las tres tiras.  Horst comprendió ya a principios de los años 60 que el deporte como fenómeno masivo estaba sufriendo las rápidas transformaciones que lo convirtieron en el fenomenal negocio globalizado que es en la actualidad.  Y que si su empresa no se limitaba a acompañar los cambios sino que, directamente, los generaba ella misma, la competencia jamás podría oponerle fuerza alguna.

Lo que Horst Dassler buscaba primordialmente no era dinero, sino que la fuerza que movía su formidable inteligencia y su deslumbrante y a la vez despiadada personalidad era la ambición de poder.  Un poder que se disfrutaba en las sombras, porque rara vez podía encontrarse el nombre de Horst Dassler publicado en algún diario.  A lo largo de más de una década se dedicó a tejer, con la paciencia de un monje budista, una extendida e intrincada red de contactos personales con deportistas, dirigentes de clubes, representantes de federaciones y periodistas de todas partes del mundo.  Dassler, que podía comunicarse perfectamente en cinco idiomas, contaba con una memoria prodigiosa y una capacidad única para percibir las necesidades de su interlocutor, fuese éste una estrella del fútbol sudamericano, el dueño de una franquicia de béisbol o un rígido funcionario soviético.  Mediante cortesías que rayaban el soborno –o con sobornos lisos y llanos-, intercambio de todo tipo de favores, donaciones de equipamiento deportivo y cualquier otro recurso disponible, Dassler y sus asistentes más próximos lograron imponer a Adidas como un referente ineludible en la escena del deporte mundial.  Tener el apoyo de Adidas significaba contar con acceso al más alto nivel institucional deportivo, y los beneficiarios de aquel apoyo sabían luego retribuiérselo a la marca de las tres tiras.

Horst Dassler

Lo más sorprendente es que Dassler estaba obligado a ocultar casi todas sus actividades a su familia.  En realidad, Horst había preferido evitar los conflictos por el manejo de la empresa con su madre y su cuatro hermanas instalando una filial de Adidas en Alsacia, Francia, cerca de la frontera con Alemania.  Desde allí desarrolló su frenética actividad al margen de las directivas de la casa matriz, lo cual les ocasionaba no pocos conflictos a sus gerentes y a él mismo.  Se suponía que Adidas era una única empresa, pero en la práctica estaba partida en dos, con una filial más activa e influyente que la propia central.

El momento perfecto para dar el gran golpe fue en 1974, poco antes del Mundial de Alemania.  El inglés Stanley Rous, presidente de la FIFA, ponía en juego su cargo frente a un inesperado candidato de ascendencia belga pero nacido en Brasil, un tal Joao Havelange.  Mucho más joven, activo y ambicioso que Rous, Havelange prometía a los delegados de los más variados países una gran transformación en el fútbol internacional: mundiales con más equipos, campeonatos juveniles a jugarse en países periféricos y abundantes fondos para el desarrollo del fútbol en las naciones más pobres.  En cuanto los informantes de Adidas percibieron que Havelange podía dar la sorpresa y quedarse con la presidencia de la FIFA, enseguida le recomendaron a Horst que le retirara su apoyo a Rous y se inclinara por el brasileño.  Pocas horas antes de la elección, Dassler y Havelange se conocieron.  Tras un par de horas de charla ya eran socios y amigos.  Un sobre marrón por aquí y otro por allá le aseguraron el triunfo a Havelange y una jubilación al honorable sir Stanley, quien debió retirarse diciendo “La pelota no se mancha”.  Pero habría de empezar a comercializarse, y a lo grande.

Una vez en el poder, Havelange podía asegurarle a Dassler que el fútbol mundial se vestiría con las tres tiras, pero para los grandes proyectos que ambos pensaban ejecutar hacía falta dinero.  Fue entonces que Dassler decidió recurrir a los servicios del segundo hombre de esta nota, el inglés Patrick Nally.  Cofundador y gerente de West Nally, una empresa pionera en el incipiente negocio de acercar sponsors a las competencias deportivas,  el veinteañero Nally fue invitado a las oficinas de Adidas en Alsacia y conoció allí a Horst Dassler.  Quedó impresionadísimo por los proyectos que el alemán se proponía llevar a cabo, e inmediatamente se puso a trabajar con él.  El gran negocio tenía dos facetas principales.  Por un lado, la negociación de los derechos oficiales para patrocinar los eventos de la FIFA y poder así unir la imagen de una marca cualquiera a la celebración de un campeonato mundial.  Por el otro, la comercialización de los derechos televisivos y radiofónicos de esos eventos.  En el medio, una jugosa comisión para la Societé Monégasque de Promotion Internacionale (SMPI), la empresa semi-fantasma que Dassler y Nally crearon en Montecarlo, por obvias razones de tratamiento impositivo.

Patrick Nally

Al principio las cosas no resultaron nada fáciles.  Las grandes empresas se mostraban reticentes a invertir grandes sumas en un negocio que no percibían como tal.  El mundial de 1978 habría de celebrarse en Argentina, un mercado de un volumen no demasiado apetecible.  Para peor, el golpe militar de marzo de 1976 llevó el prestigio del país al suelo, y nadie perdía el sueño por sacarse una foto con la Junta argentina.

Sin embargo, Patrick Nally no se desesperó por la sucesión de negativas y desarrolló un programa integral de patrocinio llamado Intersoccer, el cual incluía por primera vez el conjunto de prácticas que hoy son la norma en cualquier gran torneo deportivo: además de los derechos publicitarios y de trasmisiones, Nally agregó al paquete las entradas preferenciales para auspiciantes, las acciones de hospitalidad, los palcos VIP, las cenas de caridad, los encuentros privados con estrellas del fútbol y las atenciones a la prensa.  Con todo eso, Nally llegó a mediados de 1976 a las oficinas centrales de Coca-Cola, en Atlanta.  Y Coca-Cola compró todo.  No sólo al Gauchito de Argentina ´78 sino también al Naranjito, de España ´82.  Como corolario, los nuevos mundiales juveniles que empezaron a disputarse a partir de 1977 –tal como lo prometió Havelange, el primero se jugó en Túnez- se denominaron oficialmente Copa FIFA Coca-Cola.   Y atrás de Coca-Cola llegaron todos los demás…

Pero, así y todo, Dassler y Nally tenían problemas financieros.  No porque estuviesen cortos de dinero, precisamente, sino porque a Dassler se le hacía cada vez más difícil justificar en los papeles oficiales sus acciones ante la central de Adidas en Alemania.  Sus padres y hermanas no querían saber nada con esta gran expansión a escala planetaria del negocio, un poco por principios y otro poco también por provincianismo e ignorancia.  En momentos en que Horst la tenía difícil con un pleito judicial con Le Coq Sportif –marca de la cual Adidas Francia era socia-, el gobierno galo le acercó un nuevo socio con el cual podrían absorber de hecho a la marca del gallito y ampliar así su influencia sin rendirle demasiadas cuentas a la central alemana.  Este nuevo socio se llamaba André Guelfi, el tercero de nuestros hombres.

André Guelfi tenía todas las cualidades como para sintonizar rápidamente con Horst Dassler.  Nacido en Córcega, de madre española y radicado en Suiza, Guelfi era un playboy internacional, uno de esos aventureros cincuentones que solían aparecer en las viejas películas de James Bond.  Había corrido  en la Fórmula 1 y en las 24 horas de Le Mans, había amasado y dilapidado grandes fortunas en la industria pesquera en Marruecos y Mauritania y había hecho amigos y enemigos en los más altos niveles de la política, la diplomacia y la realeza.  Y también lo buscaba más de uno para asesinarlo.

Guelfi no tenía la menor idea de cómo administrar formalmente un negocio y era una bomba de tiempo activada, pero su personalidad, su billetera y su jet privado cautivaron a Dassler, que inmediatamente lo hizo socio de Sarragan, otra oscura empresa radicada en Suiza que les serviría para enmascarar todos sus negocios sin que los Dassler de Herzogenaurach se enterasen de nada.

André Guelfi

Este “simpático” corso también fue una pieza fundamental en la última maniobra requerida para tomar el control completo de la FIFA.  Havelange ya era el presidente, pero el secretario general, un suizo llamado Helmut Käser, no estaba para nada de acuerdo con los nuevos grandes planes de negocios y se había vuelto una “molestia”.  Muy pronto Horst Dassler empezó una guerra de desgaste contra Käser.  Lo hacía seguir y espiar, le interceptaba la correspondencia y los teléfonos, lo trabajaba por el lado de la paranoia.  Pero el suizo resistía.  Así que un buen día llegó André Guelfi a charlar con él.  Se lo hizo sencillo.  Le preguntó qué era lo que prefería: si una salida honorable con una generosa indemnización, o una guerra total de desacreditación pública, acoso periodístico y por qué no, quizás hasta un accidente desafortunado…

Käser capituló.  En septiembre de 1981 renunció a su cargo de segundo de la FIFA y recibió dos cheques por algo más de un millón y medio de francos suizos, sin preguntas y sin miradas indiscretas.  ¿Su reemplazante?  Otro suizo, un joven profesional que ya había ocupado otros cargos en empresas y en la propia FIFA, alguien a quien Horst Dassler describió como “uno de los nuestros”, un fiel servidor formado y entrenado en las oficinas de Adidas en Alsacia: Joseph Blatter.

Luego del ensayo argentino de 1978, el mundial de la España posfranquista de 1982 prometía ser todo un éxito.  El trío imbatible Dassler- Nally- Guelfi  reinaba sin oposición luego de trabajar cuidadosamente en la reforma del otro gran órgano del deporte mundial, el Comité Olímpico Internacional.  Con los mismos métodos usados en FIFA ayudaron a otro amigo de la casa, el español Juan Antonio Samaranch, a alcanzar la presidencia del organismo olímpico poco antes de los juegos de Moscú, en 1980, para de allí en más acabar con los últimos vestigios de falso amateursimo y montar otro negocio en gran escala.

Pero la sociedad no podía durar.  Para mediados de 1982, gente de confianza de Dassler encontró evidencias de que su socio Guelfi le estaba “dibujando” unos cuantos números, y no precisamente monedas.  Furioso y cada vez más paranoico, Dassler pasó a la ofensiva y llevó a los discretos tribunales suizos una demanda contra Guelfi, quien pronto aceptó una generosa oferta para cederle todos sus derechos al alemán.  Sin embargo, Patrick Nally también pagó los platos rotos y debió disolver sin causa justificada su propia sociedad (la SMPI) con el patrón de Adidas.

Desde entonces, cada uno siguió su camino.  Nally continuó prestando sus servicios a las más grandes y prestigiosas organizaciones del deporte mundial.  Recorrer su curriculum es algo que impresiona, verdaderamente.  Guelfi siguió con sus locas aventuras por el mundo, dejando a su paso grandes negocios y resonantes escándalos.  Como regalo de despedida, se dio una vueltita por Herzogenaurach y la visitó a Käthe, la madre de Horst.  “¿Sabe lo que anduvimos haciendo con su hijo en los últimos años?”, le preguntó.  La conmoción familiar y el desquicio dentro de Adidas fueron mayúsculos.  Horst Dassler debió volver a rendir cuentas y llegó un momento en que podía comunicarse con sus familiares únicamente mediante sus abogados.

Sólo un inesperado deterioro de la salud de Käthe Dassler hizo que madre e hijo pudieran dejar sus diferencias de lado e intentar la reconciliación.  Tras la muerte de la gran matriarca de Adidas, la esposa del fundador y su férrea conductora, su hijo Horst pudo llegar a un acuerdo con sus hermanas y reunificar las ramas alemana y francesa de la firma bajo su mandato.  No le salió barato, y tampoco lo pudo disfrutar por mucho tiempo.  Como suele suceder en estas grandes sagas familiares, un cáncer fulminante terminó con la vida del todopoderoso Horst Dassler en 1987.  Tenía apenas 51 años.

Eugenio Palopoli / Editor de arteysport.com