Eduardo Mendoza.
Tres vidas de santos.
Seix Barral. Barcelona, 2009.
Diferentes en técnicas y en estilo, distantes en fecha de composición, diversos en extensión y en propósitos, los tres relatos que Eduardo Mendoza reúne en Tres vidas de santos están atravesados por una línea que los unifica metafóricamente en el título.
La ballena, El final de Dubslav y El malentendido, que publica Seix Barral, están protagonizados por personajes que no son santos ni mártires canónicos:
Mis personajes no son tipos con aureola -escribe Eduardo Mendoza en el prólogo-. Son un poco singulares, llevan una vida absurda, siempre antiépica. Para entendernos, lo contrario de Napoleón, pero igualmente insólitos.
Ni ejemplares ni influyentes, estos santos falsos que habitan en el error y en los márgenes de la sociedad y renuncian al mundo, pertenecen a la misma estirpe que Don Quijote, Hamlet, el capitán Ahab o Raskolnikov. Aunque carecen de su grandeza, son sus herederos venidos a menos, visionarios y buscadores de lo absoluto que –definitivamente alejados de la realidad- transitan por las zonas más oscuras del espíritu, como señala Eduardo Mendoza en el breve, irónico y brillante texto de presentación sobre estos tres textos con finales abiertos porque el narrador está convencido de que el centro de gravedad del relato está en la mitad.
Más cerca de la novela corta que del cuento, y no sólo por su extensión, sino por su ritmo narrativo, por el tratamiento del tiempo y el espacio o por la profundidad de los personajes, La ballena es el más extenso y seguramente el mejor de los tres textos. Lo escribió su autor hace más de treinta años, en la misma época en que iniciaba su actividad literaria con La verdad sobre el caso Savolta.
Ambientada en la Barcelona del Congreso Eucarístico de 1952, empieza así:
-Pero, bueno, ¿se puede saber cuándo llega el obispo Cachimba?, dijo el tío Víctor. La tía Conchita lo fulminó con la mirada y le dijo que hiciera el favor, si no sentía el menor respeto por la religión, de tener por lo menos consideración hacia la sensibilidad de los creyentes.
La mirada infantil del narrador relata la peripecia barcelonesa de Monseñor Putucás, un obispo centroamericano al que una asonada militar le obliga a permanecer en España. Degradado sucesivamente a Obispo Cachimba, indio de mierda, Don Fulgencio y Fulgencio a secas, poco a poco se convierte en un huésped molesto, en un parásito servicial rebajado a la condición de fámulo aletargado y vegetativo.
De ser un motivo de orgullo para la familia que lo acoge, pasa a convertirse en un esperpéntico Cochise borracho, compañero de dispsomanías del padre del narrador.
Varado como el cetáceo que se exhibió por entonces en el puerto de Barcelona, a donde acudía obsesivamente el obispo para contemplar la putrefacción de la ballena que –como el propio obispo exiliado- fuera de su elemento, queda expuesta al escarnio público por un puñado de plata, lo último que anotó en un cuaderno antes de desaparecer fueron estas líneas:
Moby Dick, la ballena gigante, estuvo en Barcelona para confusión de malos y edificación de buenos y anteayer se fue pal carajo, y yo con ella.
Muy distinto en tono y en técnica, El final de Dubslav se centra en el alucinado personaje del título, un Dubslav que recibe en un solo telegrama dos noticias contradictorias: la muerte repentina de su madre, una científica española de prestigio a la que le acaban de conceder el Premio Europeo a la Realización Científica. Hijo de madre soltera y de un cirujano yugoslavo, Dubslav había llegado a un poblado de África desde un hospital de Gerona, donde ingresó cadáver, víctima de un colapso. Y desde el poblado africano, que había visto el día antes en un documental de televisión, viaja a Bruselas para recoger el premio en nombre de su madre. Una alucinación que ha despistado a algún crítico y que termina mientras lee el discurso de recepción.
El malentendido, el relato más reciente y quizá el menos conseguido, está protagonizado por Antolín Cabrales Pellejero, alias Poca Chicha, hijo de una familia desestructurada. Un paria ignorante que ingresa a los veintiún años en prisión. Allí se matricula en el cursillo de análisis literario para reclusos que imparte Inés Fornillos, de visión imprecisa y juicio magnánimo. Con su criterio adánico, desnudo de prejuicios, el presidiario se convierte en un lector lúcido, pero sobre todo en portavoz de la libertad de juicio crítico del propio Mendoza. Y así, inesperadamente en quien no leía ni prensa deportiva, El siglo de las luces está de puta madre; Rayuela -frente al criterio de la profesora, que la considera una novela genial- es un libro ingenioso pero no me convence, una fanfarronada o Henry James no es un peñazo, sino un escritor de buten.
Salvando inverosimilitudes como las matizaciones espontáneas en torno al ingenio y lo convincente, la utilización del término parámetros por el recluso Poca Chicha o su gusto por las novelas de Proust o El hombre sin atributos, la ácida crítica cultural de Mendoza convierte a Cabrales en Martín J. Fromentín, un novelista de éxito, en todo un clásico.
Y además en una excusa para criticar al crítico en la carta que el exrecluso dirige a su antigua profesora. Allí le expone su revelación en torno a lo que es la literatura :
No lo que usted decía, no un vehículo para contar historias, para expresar sentimientos o para transmitir emociones, sino una forma. Forma y nada más.
En el fondo, no más que la declaración de un ingenuo que cree haber descubierto el Mediterráneo con esa obviedad.
Santos Domínguez