La mujer, la de él, pero también la suya, alzó apenas la cabeza, tenía el rostro tumefacto y ensangrentado, las manos esposadas y el vestido desgarrado por algunos sitios. Aunque sus labios no se despegaron −no podían hacerlo−, sus ojos le lanzaron una mirada interrogante y llena de reproches.
El capitán pasó la noche en un duermevela febril, danzando entre la vida y la muerte. Tampoco el médico pudo dormir, preguntándose qué sería de ella. Por la mañana, el capitán despertó un poco mejor y despachó con los más leales:
―Voy a ejecutarla ¬―dijo―. Vigiládmela bien, que no coma, que no beba, que pene en silencio.
―¿Ahora? ―preguntó el sargento.
―No, ahora no, más adelante, cuando pueda disfrutarlo.
El médico intentó ayudarla, curarla, llevarle un mendrugo de pan siquiera, un sorbo de agua, pero no lo dejaron entrar al calabozo. Habló con sus compañeros, para que mediasen, pero nadie quería arriesgarse. No por ella, no por esa mujer. Pero el médico porfió, rogó, explicó, presionó y hasta sobornó, consiguiendo al fin verla unos momentos.
―¿Por qué lo hiciste?
Ella no respondió. Apenas había luz en el calabozo, pero en sus ojos brillaban con los reproches:
―No viniste, cobarde, no viniste.
―No pude ―se excusó él, de forma vaga─. Pero quiero me digas por qué lo hiciste.
Ella no lo creyó, pero le contó que había intentado matarlo por hacer justicia.
―¿Qué justicia?
―Era el culpable de la muerte de mi marido.
―A ese nunca lo quisiste. Además, ya hace tiempo que murió
―Pero estaba casada con él. Y eso obliga.
―No te comprendo.
―Es igual, yo me entiendo.
―Pues ahora el capitán quiere llevarte al paredón.
―Me da igual ―dijo la mujer.
Y, aunque ella no le pidió nada, el médico le prometió que no la dejaría morir.