Nunca se ha de pensar en toda la calle de una vez, ¿entiendes? Sólo hay que pensar en el paso siguiente, en la inspiración siguiente, en la siguiente barrida. Nunca nada más que en el siguiente.Momo. Tan simple como eso. Un nombre que ni siquiera es nombre, sino que se asemeja más a un “abracadabra”. “Momo” supone una tierna caricia al niño que llevamos dentro pero, sobre todo, un cálido abrazo, una suave palmadita en el hombro a ese adulto repleto de miedos que sueña con paraísos perdidos.
Tras cada lectura de “Momo”, soy una persona nueva. Que quede claro: con esto no pretendo otorgarle al señor Ende un poder divino. En absoluto. No es que cambie por leer “Momo” sino que leo “Momo” porque cambio. Aquella Ruth que manipulaba (y lo espeto como si Momo fuese acaso manipulable en sentido alguno) el libro hace un año, nada tenía que ver con la que lo acariciaba, que casi le hablaba, esta semana a orillas del mar. Si este título ha estado conmigo en cada fase, en cada etapa de mi vida es por algo. Tan sólo los buenos amigos (y Momo) permanecen a tu lado en los malos momentos.
Podría hablar de figuras retóricas, de giros narrativos, de estilo, de ritmo, de cadencia, de originalidad... podría analizar el argumento, el tratamiento del autor o la estructura de la obra... pero estaría matando a Momo. Porque a Momo hay que analizarla como lo hace aquel niño que destroza su juguete preferido mientras está buscándole el alma. Magia. Ésa es el alma de Momo. Como (casi) siempre ocurre con las creaciones de Michael Ende, Momo no es un libro, es un lugar. No creas lo que te dicen cuando te intentan convencer de que se trata de un viaje, porque el cambio nunca deriva en cambio. Momo no es transición ya que, aunque siempre semeja diferente e imperturbable, ella no entiende de cambios, sino que su grandiosidad y su rabiosamente bella y entrañable sensación de hogar, la certeza de saber que fue, es y siempre será el escondite perfecto, el increíble refugio antilágrimas, se corona en el lugar de los sueños, de la felicidad, también de la melancolía, de la magia, del prado y dos viejos columpios, del bosque donde pasta el unicornio azul...
Me siento en una mesa con vistas al mar, con mi ejemplar de “Momo” delante. Una enorme taza de humeante café nos hace compañía, compañía que agradezco con suaves e inconscientes caricias a la porcelana mientras leo. De repente, nos asalta Don Equis (y es que, efectivamente, luego aparecerán Don Y y Don Zeta...) preguntándonos (diría que acusándonos) con máxima socarronería, de que una persona de 30 años no puede o, cuando menos, no debe leer libros para niños. Libros para niños. Tres palabras que retumban en mi cabeza. Me molestan, me irritan... porque, en primer lugar, Momo no es un libro para niños, sino que es lo más parecido a una guía turística, un tratado de viajes, un folletín con instrucciones que alguien se ha tomado la molestia de anotar para que la gente de esa guisa, como el anónimo inquisidor en cuestión, entienda que nada malo hay en leer un libro para críos.
Tú ni caso, Momo. No vayas a cambiar ahora. Quédate a mi lado y camina... Déjame ir contigo. ¿Vamos juntos a buscar los unicornios perdidos?
Foto vía Eric Orchad