Después de una semana, perdido por las callejuelas de Granada, tomé café en El Capri. Hacía tiempo que no me dejaba caer por allí y, la verdad sea dicha, echaba de menos a Peter. Le regalé un llavero que compré en una tienda del Albaicín. Un llavero, como les digo, de dos euros y pico con la imagen de la Alhambra. A Peter le gustó. Le gustó porque él siente una gran devoción por las tripas granadinas. En los tiempos del franquismo, su padre fue desterrado allí. Desterrado por hablar más de la cuenta, por decir lo que pensaba al vecino inadecuado. Fueron, me cuenta Peter, momentos crudos para los suyos. Momentos de hambre, de pantalones remendados y miradas de odio por los correveidiles del caudillo. En Granada, su padre vivió durante cuatro años en la posada de Gabriela. Una posada a orillas del Darro, en el barrio del Violón.
Al lado de la posada, me cuenta Peter, había una fábrica de chocolate. Después de doce horas de trabajo, en los rastrilladores del cáñamo, su padre paseaba por aquellos rincones. Rincones de desterrados, de apestados del régimen que sufrían en silencio la lejanía de los suyos. Su tío Manuel, el hermano de su padre, estaba preso en Alicante. Preso por la misma causa que "cara de patata", el poeta de Orihuela. Preso por intentar escapar a pie de la Hispania del caudillo. En la cárcel sufrió las consecuencias de ser alguien visible en los tiempos de República. Allí le azotaron y allí, queridos camaradas, murió tiroteado a las seis de la mañana. Hoy sus huesos yacen revueltos debajo de cientos de cruces de bambú. Su tía María también sufrió las miserias de la época. Tanto que, dicen las malas lenguas, se dedicó al oficio más viejo del mundo. Curas, nobles y burgueses la miraban de reojo cuando paseaba a deshoras por el parque de su pueblo.
En Granada, me cuenta Peter, los hijos de los ricos iban a la Abadía del Sacromonte. Iban a estudiar a la primera universidad privada de España. Una universidad donde estudiaron grandes ilustres como Saavedra Fajardo, por ejemplo. Allí, en las callejuelas del Albaicín se cruzaban las chaquetas de la nobleza con los pantalones remendados de los rojos. Era, le contaba su padre, una ciudad de contrastes. Una ciudad encantadora para los ojos de Carlos V y nefasta para los desterrados de Francisco. Hoy, le contaba a Peter, los turistas saborean los Piononos de Santa Fe y Soplillos de la Alpujarra. Degustan el jamón y comen comida turca en las calles del Albaicín. Mientras iba en el autobús, de regreso al hotel, conocí a un cura jubilado. Me dijo que en el fondo del Darro ya no quedaba Dauro. Ni siquiera quedaban sapos, ni ranas. Ni tampoco, nostálgicos de Quevedo caminando cabizbajos por el claustro de la Cartuja. En la pared del Capri, detrás de la barra, luce un almanaque de Granada. Un almanaque con niños jugando a la pelota en el paseo del Violón.