Con mayoría absoluta, en cambio, dudo mucho que se hubiera obligado a Trillo a renunciar a su vida muelle en la capital británica y que el Gobierno hubiera hecho caso alguno de las exigencias de la oposición y de las peticiones de las familias de las víctimas de aquella tragedia. El punto de inflexión de esta historia fue la filtración al diario EL PAÍS del dictamen del Consejo de Estado en el que se responsabiliza al Ministerio de Defensa que dirigía Trillo de las causas del siniestro aéreo que se saldó con 62 militares españoles muertos y un cúmulo de errores de identificación propios de una auténtica república bananera.
La asunción de ese informe por parte de la ministra Cospedal fue el siguiente clavo en el ataúd político de Trillo y el último lo puso el propio Rajoy alineándose con la posición de su ministra. A partir de ahí, al embajador ante su graciosa majestad Isabel II sólo le quedaba hacer las maletas. Sin embargo, ni Trillo ni Cospedal ni Rajoy han sido capaces de pronunciar la palabra tabú que las familias insisten en querer oir como parte del resarcimiento moral por la tragedia de un vuelo que nunca debió despegar: perdón. De boca del arrogante Trillo, quien nunca se dignó al menos a recibir a los familias, hubiera sido un milagro escucharla.
Por su parte, Rajoy ha balbuceado unas confusas frases sobre el reconocimiento, la justicia y el apoyo a los familiares que estos han calificado de “oro moral”, conscientes de que es todo lo que van a recibir del presidente del Gobierno. Eso sí, Cospedal comparecerá el lunes en el Congreso y servirá a la oposición la cabeza de Trillo en una bandeja dorada. Saldrá en todas las fotos y anotará en su haber que ella y el Gobierno del que forma parte sí han sido sensibles con los familiares del Yak 42. Será un nuevo escarnio para las familias que se sumará a la negativa contumaz del PP a pedir perdón por lo ocurrido y a admitir que la renuncia tardía y agria del embajador en Londres ha sido forzada desde Madrid para acallar las críticas.
Federico Trilllo, el prepotente protagonista de esta penosa historia, ha sido dotado por la naturaleza de una faz tan pétrea que no tendrá problema alguno en incorporarse al mismo Consejo de Estado que con su dictamen ha puesto fin a su carrera de diplomático a dedo. Pero lo tendrá que hacer sin honor ni dignidad, por la puerta de atrás y sin haber mostrado el más mínimo indicio de arrepentimiento y, sobre todo, sin haber asumido su ineludible responsabilidad política. Claro que, a un patán de la política como Federíco Trillo, esas son cuestiones que nunca le quitarán el sueño.