(Viene de Trilogía de una truchofilia (II): Die Forelle)
Otro salto en la geografía y en el tiempo y termino esta trilogía como la empecé, recordando montañas.
Mientras suena el Quinteto Die Forelle imagino en los arpegios del piano esa trucha bogando contracorriente en el río Escrita, que baja agitado y chillón desde el lago de San Mauricio.
Grita el río Escrita porque es mucho lo que tiene que contar, tanta belleza ha encontrado en su camino que no puede callarla y grita. Trae aguas que bajan de Amitges, de Monestero, de Ratera, de San Mauricio. Lagos, agujas, cumbres, valles, barrancos, bosques y torrentes. Un paisaje que embruja en sus bosques y regajos, embelesa en sus lagos y praderíos alpinos y sobrecoge con su clamor de piedras en las cumbres y
No sorprende que Camilo José Cela escribiese en su Viaje al Pirineo de Lérida: “El viajero no tiene alados los pies, que los enseña toscos y romos: a juego con el lastre que lleva en el corazón. Al viajero le duelen ya los pies de tanto andar y, sin embargo, el viajero no quisiera detenerse jamás de los jamases: morir en medio del camino, como un viejo caballo, y con las abarcas puestas, según es uso de pastores, resulta una noble suerte de muerte, un hermoso final para andarines…” Porque en aquellos parajes nunca se quiere dejar de andar.
Del Pirineo ya me ocupé en otro relato en otro blog y mejor será volver al río y al plato antes de perderme por los montes, que aquí hemos venido a hablar de truchas y no de paisajes.
Dos pequeñas truchas bien enharinadas y con la fritura justa esperan en el plato mientras contemplamos el Escrita desde una coqueta terraza de Espot. Aún en la retina las siluetas de los Encatats, de las Agujas de Amitges, el rosa de los rododendros y los azules y turquesas de los lagos
Y aflora vívido el recuerdo de otras truchas, también en el Pirineo Catalán, esta vez en Viella con mis padres hace muchos años: tras una semana de campamento en las alturas de los lagos de Saboredo, de primero una olla aranesa y de segundo una trucha a la plancha; una no, dos porque los tres repetimos aquel manjar. Si bien es justo reconocer que en el deleite que aquellos peces nos produjeron también pudieron influir los varios días de cocina de infiernillo y tienda de campaña que precedieron a la cena. La receta era sencilla y la repito con frecuencia: la trucha entera, a la plancha, administrando bien los tiempos y las temperaturas para que quede hecha por dentro, lo justo para que las carnes se separen sin esfuerzo de la espina y que no resulte seca, demasiado hecha. La piel quedará moderadamente tostada y justo antes de abandonar la plancha se adereza con un machado de ajo y perejil con zumo de limón. Así de simple. Si decidimos que su vientre esconda una loncha de jamón es sólo cuestión de gustos.
No nos dejemos pues llevar por el prejuicio de la cría intensiva, pues el caso de la trucha nada tiene que ver con el de la cría intensiva del pollo, que si bien ha conseguido distribuir una fuente de proteína a precio muy asequible, se ha dejado todo el sabor en el camino.
Y así termina esta trilogía de artículos que querían ser un alegato a favor un pescado que, pese a su moderado precio, merece más aprecio y mejor trato.