Los días contados eran los del Imperio Austro-Húngaro, naturalmente. Aquella unión monárquica creada tras la derrota de Austria en la Guerra Austro-Prusiana dio lugar en 1867 a un imperio cuyo nombre todavía hoy infunde respeto, el respeto de la grandeza que se hundió antes de enterarse de que ya no era grande. Los que de vez en cuando os pasáis por aquí sabéis de mi fascinación por la cultura y la historia de Europa Central. Probablemente no soy el único al que las palabras Imperio Austro-Húngaro le cautivan tanto como Prusia o Galitzia. Tanto, que me gustaría esbozar aquí una somera cronología de la creación de este imperio, pero, aparte de la falta de espacio y sobre todo de conocimientos, me resultaría harto difícil dada la larguísima concatenación de acontecimientos históricos y los maravillosos vericuetos por los que nos gustaría perdernos. ¿Nos remontamos a las invasiones turcas? ¿Nos recreamos en aquel maravilloso juguete llamado el Sacro Imperio Germánico? ¿Nos detenemos en la vida del periodista, agitador, Presidente de Hungría, fugitivo y conferenciante Lajos Kossuth, e intentamos hacernos una idea de la relevancia mundial que llegó a tener? Quizá en otro momento.
La historia del redescubrimiento de este clásico nos resulta familiar. Miklós Bánffy, nacido apenas seis años después del Compromiso de 1867, en virtud del cual se fundaba el Imperio, fue un noble, escritor y político que llegó a ocupar el cargo de Ministro de Asuntos Exteriores y que tuvo una vida apasionante reflejada en sus muy prometedoras memorias The Phoenix Land (todavía inéditas en español). En su faceta de Ministro, intentó sacar al país del segundo desastre que se cernía sobre él (el primero fue el Tratado de Trianon, por el que perdió gran parte de su territorio), para lo cual viajó a Bucarest a intentar persuadir al tirano Antonescu para que abandonaran el Eje, y rumanos y húngaros firmaran la paz con los Aliados. Parece ser que tuvo más éxito como novelista y dramaturgo, pues gozó en su día de gran prestigio en su país, y formó parte de la elite cultural húngara. Fue Director del Teatro Nacional Húngaro, y consiguió que por primera vez se interpretara la música de Bartok en Budapest. Con la llegada del comunismo, sus obras fueron prohibidas, y no fue hasta 1982 cuando el régimen se reblandeció un poco y pudo volver a publicarse. Su éxito internacional, sin embargo, tuvo que esperar hasta 1999, medio siglo tras su muerte, cuando su hija tradujo esta trilogía al inglés y le abrió, entre excelentes críticas, el camino al mercado anglosajón, favorecido además por la consolidada recuperación de otro húngaro como Márai, o el Nobel a Imre Kertész un par de años más tarde.
Los Días Contados es la primera parte de esta trilogía, y hay que decir que es todo un novelón al que no le falta de nada. Desde la primera escena, absolutamente magistral, hasta el final, trágico, romántico, balzaquiano y, naturalmante, abierto, uno no deja de pasar las páginas embobado y, a ratos, agradablemente confundido ante la apabullante cantidad de personajes. Muchos de esos personajes y sus respectivas historias aparecen ya en la, como digo, genial escena inicial. En ella vemos a Bálint Abády, uno de los tres protagonistas principales, dirigiéndose en un viejo simón a una fiesta con baile que se va a celebrar en uno de esos palacetes de la nobleza húngara. A medida que se acerca, lo adelantan otros simones, carrozas, faetones y landós, lo que permite a Abády lanzar una mirada y a duras penas un saludo a sus ocupantes, mientras el autor nos los va presentando y narrándonos sus respectivas historias.
Abády acaba de volver del extranjero, donde ha estado al frente de misiones diplomáticas, y ahora entre todos lo convencen para dedicarse a la política en una Hungría donde las tensiones externas e internas crecen cada día. El resentimiento hacia lo que se percibe como un desequilibrio entre los dos reinos que conforman el imperio es cada vez mayor. Resulta curioso, en este sentido, y sumamente revelador, que una de las principales reivindicaciones sea que en el ejército se instaure la voz de mando en húngaro. Por otra parte, el desequilibrio más claro se daba en la propia Hungría, donde rumanos, eslovacos, serbios, rutenos o croatas, entre otros, veían sus derechos lingüísticos pisoteados en beneficio del húngaro, lengua mayoritaria aunque hablada por poco más del 50 % de la población. A diferencia de Austria, que proclamaba la igualdad de las diferentes lenguas, comunidades y culturas del Imperio, en Hungría los no húngaros eran prácticamente ciudadanos de segunda. Tanto es así que nuestro protagonista, húngaro de la cabeza a los pies, verá cómo en Budapest le miran por encima del hombro por proceder de esa tierra de lobos y osos como es Transilvania.
Son incontables las historias que se nos narran en las casi 700 páginas de esta primera parte. Entre ellas destacan, por supuesto, los amores imposibles entre condes y señoras casadas víctimas de un marido despiadado, militares sinvergüenzas agobiados por las deudas de juego que intentan agenciarse a una rica heredera, y por supuesto, el descenso a los infiernos de Lászlo Gyeroffy, el primo de Balint que estaba llamado a ser gran músico y... tampoco hay que revelar demasiado. A veces uno puede perderse en los entresijos y tejemanejes de Parlamento, oposición y corona, aunque lo que nos queda claro es que 1904-05 fueron años muy convulsos en la política de Hungría.
Bánffy tiene esa escritura clara y sencilla que es tan difícil de conseguir, y que puede ocultar a veces su finísima ironía. Nos describe relaciones apasionadas y tormentosas sin caer en ningún momento en el sentimentalismo. Combina de forma sutil los diferentes puntos de vista, y sólo muy de vez en cuando nos muestra el suyo propio, el punto de vista del momento en el que escribe. Pero el autor húngaro destaca sobre todo por su retrato psicológico. Bánffy nos muestra unos personajes casi arquetípicos en la tradición de Tosltoi, pero a través de unos retratos tamizados por el desencanto, cuando no la desesperanza, de los años 30 del siglo pasado. Las imperfecciones del héroe no son consecuencia de una noble pasión imposible de refrenar, como le podía pasar a Pierre Bezukhov, sino que son resultado de esa vena cínica y calculadora que hasta el hombre más idealista puede ocultar dentro de sí. Es innegable que el amor de Abády por Adrienne es sincero, noble y apasionado, y, sin embargo, sus desesperados intentos por beneficiársela, que lo llevan a urdir astutos planes, no tienen nada que envidiar a los de servidor de ustedes o cualquiera de sus amigotes en sus años mozos.
Por su parte, la nobleza húngara, como le había pasado a la rusa, se había encerrado en su mundo de carreras y bailes, y no veía la que se le venía encima. Era un mundo, aquél que terminó con la Gran Guerra, que cada vez se nos hace más extraño y difícil de imaginar, con figuras como la del "primer bailarín", una especie de galán encargado de animar las grandes fiestas, dirigir los bailes y asegurarse de no había fémina que se quedara con las ganas de bailar, o con instituciones como los Tribunales de Honor, que regulaban los duelos. En uno de los párrafos más significativos, citado también en el excelente prólogo de Mercedes Monmany (y añadamos de paso que la traducción de Éva Cserháti y Antonio Manuel Fuentes Gaviño es impecable), nos dice el narrador:
"Entre los miembros de la alta sociedad de Budapest, sólo unos pocos se dedicaban en cuerpo y alma a la política. Había otros asuntos más importantes, o al menos igual de importantes. Por ejemplo, la competición hípica, que era tan interesante y apasionante como la cacería otoñal. Para convocar el Parlamento, una reunión de partidos o al comité del casino, en verano había que tener en cuenta la caza de la perdiz, en septiembre la del ciervo, a principios de invierno la del faisán, y en primavera los días de carrera, para poder intercalar las asambleas entre estos acontecimientos..."En otros lugares que yo me sé, las fechas de las elecciones suelen estar condicionadas por el calendario de liga. En definitiva, me lo he pasado tan bien con este libro como la nobleza húngara se lo pasaba en sus fiestas con alcohol, baile, apuestas y violinistas cíngaros. ¡Y todavía me quedan dos volúmenes más!