Foto de Internet. Sin Palabras.
He estado tres veces en Santiago de Compostela. Las tres he salido gratamente complacido pues es una ciudad digna de figurar en el Patrimonio de la Humanidad. Una ciudad acogedora, abierta, complacida de su historia y orgullosa de su pasado religioso, académico y español. Una ciudad que, por motivos obvios, por su propia idiosincracia y sobre todo por méritos propios es la capital de esa bellísima y celta Galicia, orgullo de España y de cuantos la conocemos y admiramos. Tal vez por ello, por ese cúmulo de circunstancias, esa panoplia de virtudes que ensombrecen en todo cualquier atisbo de mínimo fallo que cómo ciudad pueda tener, unido al hecho de que el día grande de la Comunidad Gallega en general y de la ciudad del apostol en particular y de que el bombardeo mediático se centra en la corrupción, la pérdida de casi ochenta personas en el portico de la milenaria meta de millones de peregrinos a lo lardo de la historia se nos antoja más pesada y triste si cabe.Pórtico de la Gloria.
Ha sido un mazao enorme que, sin embargo, ha contribuido para que los españoles nos afianzemos, una vez más, en la idea de que Galicia es una parte fundamental del país. Lo mismo de fundamental que pueda ser cualquier otra región en la que suceda una catástrofe de tal magnitud. Es lo que nos une, las tragedias, y es penoso que esos muertos y heridos a las puertas de Santiago, que han movilizado la solidaridad cómo sólo sabemos hacerlo en éste país, no sean en necesario y nunca arribado punto de inflexión sobre el que empecemeos a pivotar y a unir en lugar de separar. Un tren descarrilado moviliza un esfuerzo humano, social y personal que, politicastros e idiotas se encargan de destrozar estando aún los cadáveres en la mesa de autopsias. En lugar de esforzarnos en aprender de esa movilización para sumar, nos empeñamos en forzar movilizaciones para enfrentar. De ahí que nos desvirtuemos nosotros mismos cómo pueblo cada vez que desaprovechamos una trágica ocasión cómo ésta para hacer borrón y cuenta nueva.
No siendo comparaable al ya trágico y nunca olvidable Once de Marzo, los trenes en España nos evocan lo peor que hemos conocido en suelo patrío. No es baladí, pues siendo un medio de transporte bastante seguro sufre, cómo en tantas otras partidas, recortes que, inevitablemente, hacen decaer el servicio y el mantenimiento. Es algo inevitable en los tiempos que corren y que, aún así, mantiene una tasa de accidente bastante baja. Tanto es así que un sólo avión estrellado recogería casi muchísimos más muertos que el tren siniestrado en el Pórtico de Santiago. Aún así, el imaginario español, en todo, recoge el hecho de que un tren se estrelle cómo algo maléfico, cómo algo poco o nulamente asumible por una sociedad consternada y al borde de un sucedáneo de cóma social en que sólo tragedias de la magnitud de la acontecida es capaz de privarnos de nuestra autocompasión inmunda para elevarnos a lo que sómos, humanos que no pueden soportar que otros humanos, además compatriotas, pierdan la vida de modo tan brutal.
A Finisterre.
El camino, siempre, termina allí donde se pone el Sol. Da igual que andemos más o menos, cuando arriba la hora de morir, el sol se pone inevitablemente. Nadie, nunca, debería ver el Ocaso de su vida en fracciones atroces de segundo manchadas de dolor, tragedia, sangre u otras personas fallecidendo atrozmente. Todos, sin excepción, deberíamos morir de una manera que pudiéramos valorar cada uno de los momentos o fases de nuestra vida en la medida de lo posible. Es por ello que quiero unirme a todos aquellos que en los últimos dos días han inundado las redes sociales, los blogs, la zona del accidente y las plazas o calles en la que una vela o flor rinde sentido y callado homenaje a los fallecidos para desear fuerza y coraje en tan tenebrosos momentos a las familias de las víctimas. No debíeramos nunca dejar caer en saco roto hechos cómo éstos. No es el hecho ya del accidente sino de todo, el enfoque y vuelco humano que provoca. Un hecho trágico que nos une pero que deja, diluido en el tiempo, que nos vayamos extinguiendo.