Algo iba mal . En una sala de partos no suele haber tanto silencio. Escuchaba el ruido metálico de los instrumentos, los pasos que iban de un lado a otro, incluso creo que hasta podía escuchar los nervios de los que me asistían, pero ni una sola voz . Nada. Ni siquiera un llanto. Vamos gente, quería gritarles, che, acá estoy yo, la madre, díganme algo. No me animaba a moverme. Tenía frío . En ese ambiente neutro y esterilizado lo único cálido era su mano, pero él también se había ido. Lo vi de lejos, parecía triste. ¿Qué estaba pasando? La falta de voces me estaba aturdiendo. Recostada en la camilla los veía ir y venir por encima de mí. Ni una mirada que amagara delatar lo que sus gestos escondían. Una mujer se acordó de que yo existía, me dio una palmadita en el cachete. “ Felicitaciones mamá ”, murmuró. La busqué con la mirada pero ya no estaba. Pedí por mi hijo. Alguien le susurró algo a otro. Más pasos que iban y venían. No me lo dieron, me lo mostraron. Debe tener hambre, debe tener frío. No lo tengan así. Dénmelo que lo acuno . No lloraba. Me causó gracia verlo sacando su lengua. Lo vi hermoso y me tranquilicé. Pensé que algo tan bonito no podía traer ninguna mala noticia. No fue hasta un rato después, ya en el cuarto, que me enteré. Nico había nacido con un cromosoma más , tenía trisomía 21, mejor conocida cómo síndrome de Down. Escuché la noticia en una especie de letanía. El mundo tal cual yo lo conocía hasta ese momento se desmoronaba . Tener un hijo con Down no estaba dentro de mis planes; ni de mis no planes. Era algo que no me podía pasar. Esas cosas les pasaban a otros. No entendía bien por qué, pero quería llorar. Lloré; seguí llorando. La imagen debe haber sido patética: una mujer en camisón, despeinada, los ojos rojos e hinchados y la permanente mirada de desconcierto. No entendía, estaba aturdida y aterrada. Durante el día me calmaba, iba al baño y me maquillaba, el rostro y un poco el alma también. Me dibujaba una sonrisa, a veces hasta alguna risotada. La vida seguía, aunque yo no entendiera bien cómo, pero seguía. Tenía la mirada de mis cuatro hijos clavada en mí ¿Qué vas a hacer ahora, mamá? ¿Qué hacemos todos con esto? La respuesta era fácil: seguir viviendo . Esa era la única certeza. Aunque no supiera bien cómo, el qué estaba claro. Había que seguir, si bien algo parecía haberse quebrado. Durante el embarazo se me habían cruzado algunos fantasmas; los había apartado. Esta era la cuarta vez y todo debería ser igual a las anteriores. Quizás por eso, o no, pero cuando el médico me preguntó si quería hacerme la amniocentesis , yo lo miré cómo quién mira a un loco. “No”, le dije convencida. ¿Para qué?, pensé en realidad. Son sólo miedos , este chico va a ser como los otros. En el fondo sabía que nosotros no hubiéramos hecho nada sino continuar. Pero me equivocaba . Nos hubiéramos podido preparar mejor para brindarle todo lo que necesitaba y no sólo respecto de nuestra primera incertidumbre emocional. El aparato digestivo de Nico estaba muy comprometido y necesitó mucha asistencia médica desde el momento en que nació. Uno de mis mayores temores era que mi familia, mi vida, cambiara radicalmente. Y, cierto, ya nada fue como antes. Pero al revés de lo que pensaba, el mundo no se transformó en un lugar oscuro y gris ni nuestra casa en una cuna de tragedias. Lo extraordinario fue que la nuestra siguió siendo una familia tan común y corriente y especial como casi todas las que conozco. ¿O acaso, de cerca, no es verdad que todos tenemos, en algún momento un “ esto no puedo ”? Es cierto, en cambio, que muchos no son tan visibles como el síndrome de Down. Hablamos de una alteración genética causada por un cromosoma 21 de más. Usualmente nuestras células tienen veintitrés pares de cromosomas, uno de cada par es aportado por el espermatozoide y el otro por el óvulo. En el caso de las personas con Down, en vez de un par de cromosomas 21, sus células tienen tres, de ahí la denominación trisomía 21. Los chicos con Down pueden, o no, presentar varias características pero todos presentan un retraso mental de leve a moderado. Cuando nació Nico apenas sabía de todo esto. Soy bióloga así que el mecanismo genético me era familiar, pero sólo eso. De a poco, fui entendiendo. No iba a ser fácil. Nico necesitaría de más atención y de ciertos cuidados especiales . Pero la felicidad y la alegría seguían siendo posibles y parte de la realidad de nuestra familia. Sobre todo entendí que Nico no estaba enfermo ni padecía nada, simplemente tiene una discapacidad. Éramos una familia permanentemente tironeada por varios frentes . Nico resistía una intervención quirúrgica atrás de otra ya que había que reconectar su esófago. Los chicos, los grandes sobre todo (tenían doce y diez años respectivamente) no entendían, reflejaban tristeza y no se animaban a preguntar demasiado. Soportaban varios fantasmas y el mayor miedo: su hermano menor era Down, iba a tener retraso mental y eso era para siempre , no se operaba. En la mayoría de los casos nuestras respuestas no eran las más apropiadas. Me acuerdo de que una vez Santi, el mayor, se quebró porque yo le dije que Nico no iba a jugar al rugby cómo él. Santi me miró llorando y me desafió “¿Vos qué sabes?”. Cuánta razón tenía, yo qué sabía. Hoy Nico juega al fútbol y si bien no juega al rugby pasa la pelota, casi, como un Puma. Quizás juegue. Quizás le aburra. Será lo que él quiera ser . Cómo siempre fuimos aprendiendo todos juntos. Jose, la más chiquita, siempre preguntaba e insistía “ ¿Cuándo se va a curar Nico del Down?” . Hace unos años su perspectiva cambió. Muy oronda comentó que “todos tenemos un poco Down, porque todos tenemos algunas cosas que nos cuesta más aprender”. Una de las cosas que Nico trajo consigo es la total honestidad . Varios de los discursos bonitos que habíamos escuchado perdieron sentido. Ante el hecho consumado y verdadero de tener que aceptar y valorar la diferencia, algunos elegían hacerse, y hacernos, a un costado. Aquellos educadores de nuestros hijos que habían predicado acerca del respeto fundamental hacia un otro distinto ahora –cuando pedíamos lugar para Nico en el Jardín– hablaban de “ tener vergüenza ” de “no poder” y de “haber mejores lugares para los diferentes”. La buena noticia es que la hipocresía quedó definitivamente eliminada y pudimos elegir mejor . En nuestra nueva realidad no cabían más discursos rimbombantes, necesitábamos acciones concretas. Tenemos hoy una ley de educación que exige la inclusión, y hay escuelas que la cumplen. Pero pocas. Si la ley se cumpliera, si más escuelas se capacitaranpara hacerla efectiva, si más chicos crecieran con otros con “diferencias” evidentes, seríamos, una sociedad mucho más tolerante y plena. Antes, yo tenía demasiados miedos. Había escuchado hablar de tragedia, que soninocentes “angelitos” , que no saben dónde están parados, que no entienden nada. Lo miro a mi Nico, y no puedo dejar de reírme al pensar en estos disparates. Mi “angelito” sabe perfectamente dónde está parado y qué quiere , y cuando no lo consigue (cosa que sucede muy a menudo a los 5 años) hace unos berrinches muy poco “angelicales” y muy humanos. Por muchos años escuché cómo “retrasado” o “mongui” son palabras usadas para referirse a alguien, que por algún motivo, no puede resolver alguna cuestión que, a priori, parecería ser muy fácil. Pero no son nunca utilizados para los millones incapaces de hacer sonar una melodía con algún instrumento musical o comprender para qué sirve, o cómo funciona, la máquina aceleradora de partículas, o explorar la esencia de una poesía. No se usa porque en estos, y otros puntos, hay un acuerdo tácito: que la diversidad existe , y que distintas personas pueden tener distintos talentos. Sí, es cierto. En muchos aspectos no es fácil. Nico tiene una discapacidad intelectual, y eso hace que algunas cosas sean complicadas. Pero él no es incapaz, al contrario, es capaz de muchas cosas. Tiene la risa más alegre y contagiosa que yo he escuchado en mi vida y aunque presenta un retraso en el habla, muestra un talento envidiable para comunicar la alegría y el amor más profundo. Si bien yo no hubiera elegido un hijo con síndrome de Down, y yo también, como muchos otros, tan sólo pedía que “fuera sanito” (y en esto el no tener síndrome de Down estaba implícito), hoy no me canso de repetir que no me lo cambio por nadie . Ni a mí ni a ninguno de mis hijos, ni a ninguno de sus cromosomas. Son perfectos tal cual son. Santi, Luli, Jose y Nico, cada uno de ellos tiene algo maravilloso para enseñarnos.
(Fuente: El Clarín)