Tromsø, la indiscutible capital del Ártico

Por Zogoibi @pabloacalvino

Panorámica de Tromso

Sobre la isla de Tromsoya, en mitad de un estrecho y conectada al continente por dos puentes y un túnel nuevo, Tromso es la segunda ciudad más grande por encima del círculo polar ártico (después de la rusa Murmansk) y un verdadero centro cultural para todo el norte de Noruega. Famosa, entre otras, por sus viejas casas de madera y por su moderna catedral Ártica, alberga a varios festivales internacionales durante el verano y es un excelente observatorio de auroras boreales durante el invierno.

Durante la baja edad media este área hubieron de compartirla sus habitantes autóctonos, los lapones, con los escandinavos, que llegaron colonizando por el sur; pero aunque la herencia de aquéllos está bien documentada, llevaron en la historia la parte del ratón y hoy día están casi extintos. En el año 1252 los advenedizos europeos eregían sobre Tromsoya la iglesia más septentrional del orbe, llamada Sancta Maria de Trums juxta paganos (es decir “junto a los paganos”, los lapones); un asentamiento que no sólo fue avanzada escandinava en territorio sami sino que también hizo de frontera a cuyos lados Rusia y Noruega imponían tributos a los pobladores nativos, si bien durante el medio milenio que siguió el límite fue desplazándose hacia el este y Tromso dejó de ser ciudad fronteriza.

A finales del s. XVIII, cuando Bergen perdió su secular monopolio sobre el comercio del bacalao, Tromso obtuvo el fuero de ciudad y pronto ganó en importancia. Un siglo después se convertía en el principal núcleo de caza ártica y adquirió relevancia en otras actividades marítimas como la construcción de barcos. Para cuando llegó el s. XIX, ya se había convertido en un centro comercial indiscutible, que –entre otros– sirvió a expedicionarios como Roald Amundsen, a quien ya conocimos en el capítulo sobre Vadso por ser el primer hombre en sobrevolar el polo norte. De esa época datan algunas de las casas de madera más antiguas de la ciudad.

Una de las viejas casas de madera por las que Tromso es famosa

Una pista sobre lo muy turística que es Tromso está en mis encuentros con españoles: primero, cuando venía, los siete moteros de Barcelona que conocí esperando al ferry, y luego, nada más llegar, tres gallegos que me han saludado al ver la matrícula de Rosaura. He pasado semanas enteras sin encontrarme con ningún compatriota, y aquí en un día me topo con dos grupos. Por cierto que uno de los gallegos, el único que habla, es un forofo de la cultura nórdica y ha estado diez minutos contándome algunas curiosidades, los lugares que ha visitado y las fotos que ha hecho, de las que me enseña más de un centenar; pero cuando me toca el turno de contar aventuras me deja con la palabra en la boca y se despide como se ha presentado: inopinadamente.

Viven bien estos noruegos: aparte de sus bellas y espaciosas casas, perfectamente equipadas y acondicionadas, hay infinidad de autocaravanas, una importantísima forma de veraneo aquí, donde los hoteles resultan caros incluso para este nivel de vida (entre 80 y 120 € uno medianito); y cuanta menos gente acude ellos, menos rentables salen y más suben sus precios, creándose un círculo vicioso que termina haciéndolos prohibitivos. En cambio, la infraestructura turística es idónea para las rulós, con abundancia de campings por todas partes. El problema viene cuando, como yo ahora, quieres visitar una ciudad, porque el camping suele estar en las afueras y hay que tirar de hotel. (Por cierto que aquí, al igual que en Francia, la Administración no obliga a hacer ficha de los huéspedes, como en los estados policiales tipo España. Te dan la llave al llegar, pagas al marcharte, y ni te han preguntado el nombre.)

Por suerte, hay en Tromso mucha oferta hotelera y no me cuesta trabajo encontrar una habitación asequible y en pleno centro histórico, pese a los dos eventos internacionales que tienen lugar este fin de semana. Se trata de un hotelito llamado AMI, frente al parque Konge, cuyo personal me atiende con bastane agrado.

Una humilde casita particular en Tromso

No sé por qué, esta ciudad me evoca a Reykjavik. Aunque urbanísticamente no se parezcan nada, tienen algo en común que no sé si sabré expresar: creo que tiene que ver con su atmósfera relajada y hospitalaria, reñida con las prisas y hermana de cierto bienestar espiritual. Ambas tienen vida pero no resultan agobiantes; ofrecen variedad de actividades pero uno no se siente abrumado por ellas; no son pequeñas pero sí abarcables; están lejos pero el visitante no se siente aislado; y son, además, bonitas y seguras. Quizá el único lado negativo de Tromso, desde mi particular óptica, sea el turismo. Casi podría nombrarla ciudad ideal para vivir si no fuera porque no puedo permitirme su nivel de vida. ¿Quién se paga aquí un alquiler o sale de cañas con frecuencia? En el bar Pérez, sin ir más lejos, me han cobrado 16 € por una copa de vino y una tarrina de panchitos…

¿No había mencionado aún al bar Pérez? Siendo casi una institución en la ciudad, estaría incompleto un capítulo sobre Tromso sin dedicarle una sección.

Aunque es difícil no verlo (ubicado como está en Skippergata, la primera calle que se encuentra uno al llegar por el puente), desde fuera no llamará especialmente la atención a quien no sea un hispanohablante, en particular un español. Pero el toro tipo Osborne, una virgen y otros motivos andaluces en su fachada (amén del nombre, claro es) no podían dejar de despertar mi curiosidad; y, aunque enseguida supe que cualquier parecido con uno de nuestros bares acababa justo ahí, en la puerta, no por eso me decepcionó. Cierto es que las tapas que su rótulo anuncian no son tales (a no ser que aceptemos como tapa la hamburguesa, el hot-dog o las french fries con ketchup), pero hay que reconocerle el detalle –aunque sea el último vestigio de su anterior españolidad– de no servir otra cerveza que Mahou y San Miguel; en botella, eso sí.

Tales consideraciones aparte, lo que a Pérez le daba verdadero carácter, su alma mater, era el camarero. No un compatriota mío, no, sino un noruego de sangre vikinga: calvorota, medio pelirrojo y muy barbado, corto de estatura y ancho de cuerpo, simpático, hablador y muy servicial. En cuanto le dije mi procedencia y mostré alguna curiosidad, pegamos la hebra; y en más de una hora no dejamos de charlar sino cuando la barra se lo impedía. Entre otras cosas, me contó que el bar lo había abierto, allá por los setenta, un tipo del sur de España llamado Nino Pérez. En aquel tiempo, por lo visto, sí servían tapas propiamente dichas; pero al comprarlo un noruego la cocina se redujo a tres o cuatro tópicos mejicanos (frecuentísima costumbre ésta, en el mundo no hispano, de mezclar y confundir España con Méjico) y media docena de otros bocados internacionales. No obstante, conservó parte del carácter y ha mantenido siempre una nutrida clientela; y al parecer es ya todo un clásico.

Curioso “monumento” junto al bar Pérez. ¿Cuánto duraría ese ajedrez en España?

No pudo faltar en nuestra charla mencionar –tema casi obligado aquí–lo carísima que Noruega resulta a los extranjeros; de cualquier procedencia; pero bastó comentárselo para que el buen hombre se apresurase a invitarme a una cerveza y una ración de encurtidos; a cuenta de la casa, me dijo; y aún quería seguir invitándome, aunque –no faltándome con qué pagar– ya no le dejé. Pero esto es una muestra más de la falta de codicia de esta gente. Aparte, hizo tres o cuatro llamadas para ayudarme a encontrar alojamiento económico y una tienda de neumáticos.

Ni fue el único en mostrarse hospitalario y amistoso: había por allí un par de bebedores anónimos que también se me acercaron en son de charla. Uno de ellos, un matemático simpático pero un poco sarcástico, me invitó a un vino previa cauto anuncio (muy de agradecer) de que no era homosexual. El otro, que le cogió el relevo, me resultó algo pesado, porque con toda su buena voluntad porfiaba en darme información sobre eventos locales que, aparte no interesarme, tendrían lugar semanas o meses después. Buscaba el hombre las actividades en su Iphone y luego me lo ponía en las manos para asegurarse de que las leía, y no había forma de hacerle ver que yo sólo iba a estar en Tromso un par de días más.

Estoy ya acostumbrado a que se me peguen los solitarios y otros miembros (con frecuencia interesantes) de esa subespecie que la cultura norteamericana califica como perdedores (es muy probable que a mí me considerasen uno más), pero lo cierto es que entre unos y otros pasé un rato muy entretenido en el Pérez, y repetí al día siguiente. Las que no se me pegaron –¡lástima!– fueron las noruegas que por allí había, quizá porque un tipo como yo lleva la palabra drama escrita en el rostro.

Mas no sólo de Pérez vive el hombre, y en otras cosas me entretuve también mientras estuve “atrapado” en Tromso (hasta que el lunes por la mañana pude llevar la moto al taller). Para empezar, el sábado hube de cambiarme de hotel porque el AMI estaba completo. Me mudé a un albergue vecino llamado ABC, un poquito inferior pero igualmente aceptable. Aparte, me di una muy larga caminata cruzando el puente hasta el barrio de Hungeren, a cuyas espaldas se eleva, con una pendiente muy pina, un monte al que puede subirse con un teleférico y desde cuya cima se abarca una vista impresionante de la ciudad, la isla, el estrecho, la península y un horizonte tan lejano que deja ver la redondez de la tierra; pero como yo subí a pie, me quedé a medio camino, escaso de fuelle.

El Trollfjord amarrado en Tromso

Como el Trollfjord estaba en el muelle y yo voy sin ruta fija, pensé si no valdría la pena mandar al diablo el cambio de rueda, subirme al barco y hacer un pequeño crucero hasta otro punto de la costa; pero me disuadieron dos buenas razones: una, que no era cosa seguir rodando con el neumático gastado hasta que encontrara, sepa usted cuándo, otro lugar donde poder sustituirlo; otra, más poderosa, era que me tocaría zarpar a la una de la madrugada y eso le iba a sentar muy mal a mi insomnio. Así que rechacé la idea.

Vi también pasar, por el centro de la ciudad, la carrera ciclista del Ártico, y me chocó que la cobertura sanitaria y de seguridad estuviese a cargo del ejército antes que de la policía. Una buena forma de sacar partido a una institución que, sobre todo en estos países ricos y pacíficos, tiene muy pocas probabilidades de amortizarse en conflictos armados reales.

El lunes por la mañana, por fin, me llegué hasta el Tromso Motorcenter AS, en el barrio de Tromsdalen, justo frente al Hells Angels Tromso, sede local del famoso club norteamericano de motociclistas fantasmones. La cubierta delantera que mi F800GT montaba de serie (una Continental de la que no tengo queja, pero cuya pareja trasera no me había gustado) fue reemplazada por una Metzeler Z6. La broma: 180 €; el doble que en España. A continuación me fui hasta la BMW, en la otra esquina de la ciudad, para que mirasen ese ruido detrás que viene amargándome la conducción desde hace dos meses; pero aunque me atendieron con diligencia no me solucionaron nada: “el rodamiento y la correa están bien y no escuchamos ningún ruido”; igual que me habían dicho seis mil quilómetros antes en Alemania. Pues vale. Tengo un presentimiento: esa avería va a dar la cara en cuanto venza la garantía de la moto.

No me quedaba ya nada más que hacer en Tromso. Me ajusté el casco, caléme los guantes, me puse a los mandos de la nave y, aprovechando la proximidad del túnel Tromsoysund (5 km bajo el fondo del estrecho), enfilamos Rosaura y yo la E6 para dejar a nuestra espalda esta ciudad del Ártico que tan buen sabor de boca me ha dejado.

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