A mis espaldas se cuecen, con parsimonia, unos garbanzos que se han resistido a ser consumidos en el día de hoy, como las palabras que se anidan en mi cuaderno. El hervor tantea la calma con el calco de mis dedos dactilares, inexpertos en el arte de la traducción. ¿Cómo describir este cartucho de calendario gastado sin revelar mi identidad? ¿Cómo puedo esbozar las fotos que imprimieron mis ojos de acidez sin asustar, sin malinterpretar? ¿Cómo escribir(le) al universo, a las dispersas pupilas lo que conservan mejor las entrañas de mi cuaderno? ¿Cómo transmitir la idea cumplida de que huía de mí mismo -por ser lluvia-, cobijándome en librerías, en mi futuro gimnasio, en tiendas, en un efusivo punto de encuentro para formar el clan de los tres mosqueteros, en ese café donde ahora me refugio todos los días? ¿Cómo explicar, sin causar alarmas ni sobresaltos, que hoy se derrumbaba mi retina en los lugares menos esperados, frente a las personas menos esperadas, que me secaba los valles, que inhalaba la triste mucosidad a escondidas y me decía, cabeceando, que soy un auténtico llorón? ¿Cómo demostrar que mi suspiro vuelve al pálpito cronometrado, que vuelvo a sonreír a estas horas cuando leo tu nota sobre mi tablero, cuando balanceo mi llavero, cuando (te/nos) recuerdo? Los interrogantes se responden a sí mismos y anoto al cosmos que lo tengo decidido. Hoy desprendí los pasos, me alejé de rumores, gracejos y accedí a ese café por dos veces, sentándome en la misma mesa, desplegando mi cuaderno en el cual anoto todos los días, los días que son espera sin futuro definido. Te escribiré, como te escribo, todos los días. Esperaré porque creo -quiero creer- lo que me dijo un amigo cuando andaba de compras por navidades, ahí, en medio de la muchedumbre del centro comercial que, de pronto, dejó de girar, dejó de ser rumor: yo creo en el amor y en la palabra. Y porque mis derrumbes tan solo confirman lo que pensaba: te amo. Y aunque suene macabro, tétrico, sé que nunca cambiaría por nada del mundo esta tristeza. Otro amigo me decía una vez, anclados en la espera de una terminal que: a veces hay que luchar por las cosas importantes. Y no me refiero a un trabajo, éxito...¿me entiendes? Asentí. Y admiraba a estos dos amigos porque también confirman que no hay que citar a Schopenhauer ni a Benedetti para que se te calen esas palabras, aparentemente tan livianas en estilo pero tan poderosas cuando sumergen a tu costado y vuelven a aparecer en estos momentos. Momentos donde inflo mi pecho, me muerdo el labio inferior y decido anclarme en la espera. Mi barba me indicará el tiempo consumido. Así que me siento porque sé que el amor verdadero vive. Y por eso el amor verdadero espera. Te espero, pequeña.
A mis espaldas se cuecen, con parsimonia, unos garbanzos que se han resistido a ser consumidos en el día de hoy, como las palabras que se anidan en mi cuaderno. El hervor tantea la calma con el calco de mis dedos dactilares, inexpertos en el arte de la traducción. ¿Cómo describir este cartucho de calendario gastado sin revelar mi identidad? ¿Cómo puedo esbozar las fotos que imprimieron mis ojos de acidez sin asustar, sin malinterpretar? ¿Cómo escribir(le) al universo, a las dispersas pupilas lo que conservan mejor las entrañas de mi cuaderno? ¿Cómo transmitir la idea cumplida de que huía de mí mismo -por ser lluvia-, cobijándome en librerías, en mi futuro gimnasio, en tiendas, en un efusivo punto de encuentro para formar el clan de los tres mosqueteros, en ese café donde ahora me refugio todos los días? ¿Cómo explicar, sin causar alarmas ni sobresaltos, que hoy se derrumbaba mi retina en los lugares menos esperados, frente a las personas menos esperadas, que me secaba los valles, que inhalaba la triste mucosidad a escondidas y me decía, cabeceando, que soy un auténtico llorón? ¿Cómo demostrar que mi suspiro vuelve al pálpito cronometrado, que vuelvo a sonreír a estas horas cuando leo tu nota sobre mi tablero, cuando balanceo mi llavero, cuando (te/nos) recuerdo? Los interrogantes se responden a sí mismos y anoto al cosmos que lo tengo decidido. Hoy desprendí los pasos, me alejé de rumores, gracejos y accedí a ese café por dos veces, sentándome en la misma mesa, desplegando mi cuaderno en el cual anoto todos los días, los días que son espera sin futuro definido. Te escribiré, como te escribo, todos los días. Esperaré porque creo -quiero creer- lo que me dijo un amigo cuando andaba de compras por navidades, ahí, en medio de la muchedumbre del centro comercial que, de pronto, dejó de girar, dejó de ser rumor: yo creo en el amor y en la palabra. Y porque mis derrumbes tan solo confirman lo que pensaba: te amo. Y aunque suene macabro, tétrico, sé que nunca cambiaría por nada del mundo esta tristeza. Otro amigo me decía una vez, anclados en la espera de una terminal que: a veces hay que luchar por las cosas importantes. Y no me refiero a un trabajo, éxito...¿me entiendes? Asentí. Y admiraba a estos dos amigos porque también confirman que no hay que citar a Schopenhauer ni a Benedetti para que se te calen esas palabras, aparentemente tan livianas en estilo pero tan poderosas cuando sumergen a tu costado y vuelven a aparecer en estos momentos. Momentos donde inflo mi pecho, me muerdo el labio inferior y decido anclarme en la espera. Mi barba me indicará el tiempo consumido. Así que me siento porque sé que el amor verdadero vive. Y por eso el amor verdadero espera. Te espero, pequeña.