Fiel a su estilo faltón y provocativo, el más extraño a los usos diplomáticos, Trump “caldeó” su visita publicando tuits ofensivos contra el alcalde de Londres, Sadiq Khan, al que calificó de “perdedor irrecuperable”, por haber criticado su visita, y de ser un alcalde terrible para la ciudad, tal vez porque en ella no se producen las periódicas matanzas que protagonizan los norteamericanos que poseen armas de fuego. En otro mensaje aconsejaba al Gobierno británico abandonar la UE, sin pagar ninguna factura, y cuestionaba a la premier Theresa May por su fracaso en las negociaciones del Brexit, motivo de su dimisión, al tiempo que mostraba sin recato su apoyo al euroescéptico Boris Johnson como sucesor de ella en Downing Street. También se permitía recomendar al eurófobo Nigel Farage -líder del partido ultranacionalista que provocó el referendo de la discordia, para responder con “taza y media” a los negociadores burócratas de Bruselas. Esta es su manera de tratar a los anfitriones de su visita oficial al Reino Unido, con una cortesía propia en establos, además de mostrar su particular visión sobre las relaciones internacionales y la consideración que le merecen los países aliados de EE UU. Aquella regla no escrita de la diplomacia, relativa a obviar en las visitas de Estado cualquier alusión que pueda considerarse una intromisión en los asuntos internos del anfitrión, ha sido olímpicamente pisoteada por el impulsivo presidente Trump. A él no le van las sutilezas.
Los ingleses deberían tener en cuenta, antes de firmar nada, la validez que Trump concede a los acuerdos y tratados que asume, como el de Libre Comercio con México y Canadá, el cual ignora a la hora de elevar arbitrariamente los aranceles de lo que importa del país centroamericano para chantajearlo por el problema migratorio. Ni la palabra ni la firma del actual presidente norteamericano sirven para garantizar ningún compromiso, sea económico o político, que permita unas relaciones entre países en condiciones de respeto y equidad. Ya lo demostró con el abandono del Acuerdo sobre el Cambio Climático, su desvinculación con el suscrito con Irán para el control de su plan nuclear y hasta con su denuncia del Tratado de limitación de misiles balísticos con Rusia. Su “America first” se traduce como “el negocio, lo primero”: ganar en todos los campos en los que EE UU está implicado, aunque ello comprometa el equilibrio y la convivencia pacífica entre las naciones.
Su mentalidad empresarial, que no de hombre de Estado, es la que lo impulsa, también, a abrir una guerra comercial con China, no por los peligros de seguridad a los que alude como pretexto -el país que más espía a través de Internet, telefonía y redes sociales es EE UU-, sino por su aventajado dominio en tecnología 5G, la que impulsará un salto cualitativo en la comunicación, las redes sociales y en el ecosistema del Internet de las Cosas. Huawei no representa mayor peligro para los usuarios que Google, Facebook o Microsoft, cuyos abusos de posición empresarial dominante y por utilización de la información supuestamente confidencial que disponen de sus clientes han sido repetidamente demostrados. El peligro real es la política expansiva de China como potencia emergente a escala internacional, capaz de competir con la supremacía estratégica de USA en el mundo. Pero Trump sólo advierte de la competencia económica y comercial que representa China para los intereses de EE UU.
Aparte de entrometerse en la decisión de un probable abandono de Gran Bretaña de la UE y su interés por causar la división entre los países europeos, muchos se preguntan: ¿A qué va Donald Trump al Reino Unido? Parece evidente que no fue a conmemorar el 75 aniversario del desembarco en Normandía, del 6 de junio de 1944, con el que dio comienzo la fase final de la II Guerra Mundial hasta la rendición del Ejército de Hitler. No ha ofrecido ni un discurso en el Parlamento -donde no fue invitado- ni una ofrenda de flores por aquellos luchadores aliados, liderados por unos EE UU diametralmente opuestos a la mentalidad que encarna Trump (insolidario, aislacionista, unilateral, xenófobo y reacio a liderar la lucha por la democracia, la libertad y la paz en el planeta), que entregaron sus vidas por liberar a Europa de las garras del nazismo. Es lo que hubiera hecho un político de talla de gran estadista, pero lo que no se le ocurre a un mercanchifle de luces cortas metido en política. Como si lo empujaran para figurar, sólo acudió, junto a otros 15 líderes mundiales, al acto celebrado en la ciudad de Portsmouth, desde donde partieron las tropas aliadas rumbo a Normandía. La mayor hazaña de EE UU en defensa de los valores occidentales por un mundo libre, sin importar el precio, quedó relegada a los intereses mezquinos y sectarios del populista Donald Trump. Para eso, mejor que no hubiera ido al Reino Unido.