Cada año miro hacia San Francisco. Podrá parecer una costumbre extraña para cualquier aficionado a la NFL, pero me comprenderán los que hace más de veinte años cayeron como yo bajo el encanto del football. Fue en aquellos tiempos cuando algunas televisiones empezaron a introducir este deporte en nuestras vidas. Quizá debamos agradecer a la dios Fortuna que la iniciativa coincidiera con la época más esplendorosa que una dinastía ha vivido al oeste de Nova Scotia. De la mano de Bill Walsh primero y de George Seifert después, los Joe Montana, Jerry Rice, Roger Craig, Ricky Watters o el mismo Steve Young -estremece la sola lectura de estos nombres-, los San Francisco 49ers se convirtieron para nosotros en los profetas de una nueva religión que nos atraparía para siempre.
El gran mérito de los bay bombers no fue el esplendoroso historial que dejaron tras de sí, sino el espectáculo ofensivo que desplegaron desde los primeros ochenta hasta bien entrados los noventa. Ese primer flechazo nos abrió las puertas, no sólo al amor por unos bestias como armarios que vestían con cascos y protecciones, ni siquiera a un equipo que por aquel entonces sonaba más lejano que lo que hoy nos parecería un saturniano, sino a un deporte rudo y físico pero a la vez, tremendamente táctico y especializado. No podría precisar cuando fue el primer impacto, aquel que me desarmó; a buen seguro, alguna tarde cualquiera frente al televisor con la boca entreabierta ante aquel tipo de casco dorado y mangas blancas que, en cualquier situación por apurada que fuese, era capaz de lanzar pases tan milimétricos como precisos trazando rutas imposibles. Así que pese a la nula cobertura informativa y a las dificultades propias de aquellos años en los que "internet" solo era una idea de unos visionarios, empezamos a buscar, rebuscar y escarbar hasta saber qué demonios era aquella WCO, en qué narices consistía una defensa 4-3 o quien había sido el número uno del Draft de ese año. En el trastero de mis padres debe de estar durmiendo un reglamento NFL de los ochenta que un conocido, convenientemente sobornado, me compró en Boston tras insistirle hasta la extenuación. Creo que ha llegado la hora de rescatarlo.
Hoy los the red and gold encabezan la NFC West con cinco victorias y una sola derrota. Alex Smith no es santo de mi devoción, Frank Gore cumple con lo que se espera de él, los receptores no se deciden a destacar en exceso y la defensa simplemente salta a jugar. Puede que sea todo lo que se necesite para ganar la división más floja de la NFL y quizá el equipo no pueda aspirar a más, pero es el primer soplo de esperanza que en muchos años pueden respirar los vecinos del Golden Gate.
Fue tan fácil ser de los 49ers como difícil es ahora hallar alguno de ellos. Esa es la razón por la que un veterano como yo, cuando se topa con alguien que aún tiene el valor de proclamarse seguidor de ellos, siento que vuelvo a casa, que doy un pequeño salto en el tiempo rejuveneciendo algunos eones y que, con ese desconocido puedo compartir momentos, recuerdos y emociones comunes. No sería exagerado decir que eso hace renacer -aún más-, mi pasión por el football.
Han pasado muchos años y nos hemos hecho mayores. Unos tienen menos pelo, otros más barriga, algunos -los menos-, seguimos enganchados a esto, viviendo el football con la misma pasión con la que unas lejanas y perdidas tardes de los ochenta saltábamos de emoción cuando Rice atrapaba un pase para touchdown o cuando Montana escaneaba el horizonte y tu respiración se detenía intentando adivinar a quien dirigiría ese pase definitivo. Con seguridad la mayoría ha cambiado de equipo y ahora concentran su atención en otros colores. Pero os garantizo que cualquier día de estos, los San Francisco 49ers retomarán su pasado y llegarán a lo más alto. Y ese maldito día, todos, absolutamente todos los que algún día disfrutamos de esas grandes gestas, alzaremos un tremendo grito de alegría y nos sentiremos tan cerca de Candlestick Park, nuestro verdadero hogar, como lo estuvimos un día.