La lucha contra la insurgencia afghana parecía que podría proporcionar a la OTAN una nueva razón de ser. Lo cierto es que tras la desaparición del Pacto de Varsovia, la OTAN se estaba comportando como uno de esos jubilados que no saben qué hacer con su tiempo. Además la colaboración en Afghanistán permitiría a la Alianza volver a presentar la imagen de un matrimonio bien avenido y no la penosa de una pareja en proceso de divorcio, que dio con ocasión de la invasión de Iraq.
El desempeño de la OTAN en Afghanistán le da ocasión a Jones para decir que EEUU la habrá cagado bastante en el país, pero sus aliados no les han ido a la zaga a la hora de soltar zurruños. Jones afirma que, aunque muchos gobiernos luego se hicieran el longuis, desde el principio había estado claro que las tropas que enviasen se verían envueltas en operaciones de antiinsurgencia, no en un mero ejercicio de mantenimiento de la paz. Explicado de otro modo: que tenían que estar preparados para recibir unos cuantos ataúdes envueltos en la bandera nacional. A la reticencia a ver cómo sus soldados arriesgaban sus vidas en el culo del mundo, se añade una observación del entonces Ministro de Defensa alemán, Peter Struck: “la OTAN no está preparada para realizar operaciones antiterroristas”. Es cierto, pero aquí estamos hablando de antiinsurgencia que es algo un poco distinto y para lo que, por cierto, la OTAN tampoco está preparada. Igual que les había pasado a los soviéticos 25 años antes, la OTAN fue a luchar contra la insurgencia en Afghanistán con un ejército pensado para la guerra convencional en Europa Central. Al final la OTAN quedó dividida entre aquéllos países dispuestos a enviar tropas al combate (EEUU, Canadá, Reino Unido y Países Bajos) y aquéllos que sólo querían oír hablar de construir escuelas y pozos. ¡Viva la foto del matrimonio bien avenido!
La estrategia más exitosa en la lucha contra la insurgencia es la que se basa en tres fases: limpiar el terreno de insurgentes; conservar el terreno ganado; reconstruirlo. Pero en Afghanistán no se podía aplicar porque faltaban suficientes tropas. Jones insinúa que en buena medida faltaban porque los demás países de la OTAN querían tener a sus soldados construyendo escuelas en provincias donde no ocurriese nada, es decir, donde menos falta hacían. El resultado fue que el terreno que los aliados ocupaban durante el día, lo recuperaban los talibanes durante la noche.
2008 fue un año todavía peor que 2007, que ya había sido jodidillo. La violencia aumentó un 32%, los explosivos detonados a distancia un 25%, los secuestros y asesinatos un 56% y los ataques a centros un 300%. La violencia se extendió por una mayor superficie del territorio nacional y los talibanes incrementaron la audacia de sus ataques. Por poner un ejemplo, el 13 de julio 200 talibanes atacaron una base norteamericana en Nuristan, con ametralladoras, lanzagranadas y morteros. Llegaron a romper los muros de la base y para rechazarlos hizo falta llamar helicópteros de combate y drones con misiles Hellfire. Vamos que no era el típico ataque que te montan cuatro desharrapados cabreados.
La versión original del libro se termina en 2008 con algunas sugerencias de Jones sobre lo que se debería hacer (se nota que ha debido de trabajar de consultor; no puede evitar dar algunos consejos): acabar con la corrupción a nivel local y nacional que está alienando a la población y empujándola del lado talibán; encontrar la manera de coordinar los esfuerzos para edificar un gobierno central viable con los desplegados para apoyar a los agentes locales; poner fin al santuario que Pakistán supone para los rebeldes. En una addenda escrita en 2009, Jones añade algunas ideas más: derrotar a los talibanes a nivel local, ya que para derrotarles no basta contar con el gobierno central; para realizar lo anterior, habría que recuperar las instituciones y autoridades que tradicionalmente han aportado seguridad y ley a Afghanistán; pero ese proceso de recuperación de las autoridades tradicionales debería de estar gestionado por el gobierno central, para lo cual requeriría un Ejército y una policía eficientes.
El libro se lee con la facilidad y el interés de una buena crónica periodística y ahí termina casi todo lo positivo que puedo decir de él. Tal vez lo más interesante del libro sean sus observaciones sobre las insurgencias y la lucha contra las mismas, pero ahí no es original, sino que se apoya en la obra de autores como David Galula (“Guerra contrainsurgente”) y Roger Trinquier (“Guerra moderna: un punto de vista francés sobre la contrainsurgencia”).
El principal defecto del libro es que el autor no profundiza en dos aspectos claves el conflicto de Afghanistán. Aunque aborda en varios momentos el gravísimo problema que supone que los insurgentes hayan encontrado santuario en Pakistán y tengan connivencias con los servicios de inteligencia de dicho país, su tratamiento del asunto es superficial. No integra esa cuestión en el problema más amplio de la coyuntura política pakistaní y el crecimiento del radicalismo islámico en el país.
Igual de decepcionante es su tratamiento de la situación política afghana. La guerra de Afghanistán es presentada básicamente a través de los ojos de los decisores norteamericanos. Los actores afghanos quedan en la penumbra. Leyendo el libro, uno no puede entender ni porqué Karzai no logra imponer un gobierno fuerte, ni cuál es el peso de los señores de la guerra, ni cuáles son los factores tribales que hacen que los talibanes sigan gozando de apoyo en algunos sectores con todo lo que ha caído.
Si uno quiere entender el conflicto de Afghanistán, lo mejor que puede hacer es olvidarse de este libro y leer el excelente “Descent into chaos” por Ahmed Rashid.