El ambiente, los peajes... el talento no crece respirando sin poder henchir los pulmones.
"Hospital General" funciona - como rara avis o como un eslabón de una tradición poco cultivada en según qué cinematografías, qué más da - toda al ritmo de las palabras de Manuel Pombo, su guionista, médico también y diría que pragmático pero irrefrenablemente interesado en elucubrar alrededor de algo sobre lo que tenía pocas certezas: la mente humana o más concretamente el órgano que la contiene, el cerebro.
La película desde luego no es lo que en principio puede esperarse: ni es coral ni se desarrolla en un centro hospitalario, ni tiene la menor connotación sociológica más allá de una visión tan realista de la vida que no conduce a otra parte que al mayor de los pesimismos.
Ni la voz en off que aparece aquí y allá, ni que se trate de escenarios y personajes nada ajenos a cualquier espectador contemporáneo, ni el que recurra Arévalo al más antiguo recurso con que contaba el cine para causar extrañeza (el de hacer que actores y actrices miren hacia fuera del encuadre para mostrarse hieráticos, ausentes), la hacen más convencional, ni rebajan la inusual densidad de su andamiaje, levantado sobre la duda.
Hablaba antes de surrealismo, pero en el film aparece exento de provocaciones, como esa parte de lo que se vive no captada por los sentidos sino por el inconsciente y por ello no "fijada" con la suficiente fuerza cuando domina el equilibrio. Pocas veces se ha aplicado tan bien todo ese "mundo paralelo" para analizar cómo un factor, el amor, restituye - no para siempre, pero ¿qué lo consigue? - ese equilibrio en los enfermos y hace temblar el de los sanos.
El diálogo magnífico de Pombo, varios travellings insólitos por su cadencia, la partitura ostinata - y por ello digamos "indetectable": tan pronto recuerda a las de muchos giallo como también a la de "Gertrud" - de Federico Contreras o la casi total ausencia de costumbrismos, modulan la puesta en escena y no dejan mucho espacio para hacer guiños a la platea, una estrategia una y mil veces probada como suicida incluso en esta década prodigiosa.
Tal vez los ocho años que tardó el film en ver la luz (en 1950 se terminó el guión, en el 56 se rodó y a finales del 58 se estrenó) no invitaban a otra cosa que no fuese la plasmación decantada de un libreto originalmente saludado como fabuloso.