Respecto a este asunto cabe recordar la historia del amante de Elizabeth Stride y la hipótesis de que ese sujeto ultimó por despecho a su mujer, y que ese crimen pasó como uno más dentro del elenco fatal de los cometidos por el depredador de Whitechapel, cuando en realidad sólo se habría tratado de un vulgar crimen pasional.
ELIZABETH STRIDE
Resulta pertinaz la desconfianza en relación con el presunto tercer homicidio atribuido al mutilador; o sea, el perpetrado contra la prostituta sueca de cuarenta y cinco años apodada "Long Liz" ("Liz la Larga").Hasta pocos días antes de su óbito, acaecido en la madrugada del 30 de septiembre de 1888, la mujer convivió con un belicoso irlandés de nombre Michael Kidney. Se separaron luego de una violenta pelea (una de las tantas), y Liz ya lo había denunciado a causa de malos tratos verbales, amenazas y agresiones.
El individuo (cuyo apellido rememora inquietantes evocaciones, pues equivale a "riñón" en lengua inglesa) exhibió un comportamiento tan asombroso que despertó justificada suspicacia en investigadores ulteriores, aún cuando debe admitirse que no fue considerado sospechoso para la policía de la época.
Sin embargo, tanto sus declaraciones inmediatas al cruel desenlace, cuanto sus actitudes posteriores, dieron pábulo a acentuados recelos. De ser veraz la conjetura de que dicho hombre fue el ultimador de su novia, no cabría dudar que interpretó a entera satisfacción el papel de inocente, cual si de un buen actor aficionado que supo cubrir hábilmente sus huellas se hubiese tratado. Supo fingir indignación frente a la incompetencia de que hizo gala la policía a la hora de desenmascarar al culpable de la muerte de su "amada" Elizabeth.
A escasas horas de saberse del crimen se personó en la comisaría de la calle Leman y montó un escándalo. Entró borracho y tomó por las solapas al sargento de guardia, al cual le espetó: "Si hubiesen asesinado a Liz la Larga en mi distrito, y fuese policía, yo ya me habría matado".
Entre otros peritos, la ripperóloga A.P.Wolf, autora de "Jack. The Myth", sustenta la culpabilidad de Michael Kidney en el homicidio de Elizabeth Stride, y destaca que el incidente antes referido ocurrió el 1º de octubre de 1888, un día después del atentado fatal contra la meretriz, cuando por entonces los policías todavía no sabían cuál era la identidad de esta víctima. Por consecuencia, a esta escritora el incidente provocado en la comisaría, donde tan histriónicamente Kidney manifiesta su desazón echando en cara a los agentes lo ineficaces que eran por no descubrir al ejecutor de su amante, le parece que es una de las más firmes pruebas de su responsabilidad.
MICHAEL KIDNEY
¿Cómo pudo saber en aquel momento este hombre que la aún anónima víctima no era otra sino su amante Long Liz? Y más aún: ¿Cómo podía saberlo si al declarar en interrogatorios posteriores reconoció que desde días atrás, luego de una agria disputa, se encontraba separado de ella? Por lo tanto, Michael Kidney se erigiría en un sospechoso de primer orden respecto del asesinato de esta víctima en particular.Pero la plausible imitación asesina en el caso de los crímenes de Jack el Destripador no se limita a esa posibilidad aislada.
También llama la atención el asesinato de Kate Eddowes, que resultó muy diferente a los tres crímenes canónicos que le antecedieron –los de Nichols, Chapman y Stride–, pues aquí el rostro de la difunta fue mutilado. Los estudiosos suelen justificar esa disparidad en la actitud observada por el criminal, esgrimiendo la opinión de que los victimarios seriales se van tornando más audaces a medida que avanzan en sus ataques, y que necesitan operar cada vez con mayor encarnizamiento impelidos por un irrefrenable crescendo salvaje.
Pero: ¿Si esto no hubiese acontecido así en el caso del Destripador? ¿Y si el asesino del East End no fue una única persona, sino que los crímenes se debieron a la intervención de sucesivos imitadores de los homicidios precedentes?
Si tal fuera la situación, el ultimador de Kate Eddolwes por fuerza debió –en el acto de provocar mutilaciones faciales a esa agredida– obrar remedando la conducta observada por otro matador, al cual la gente consideraba el verdadero causante de los decesos que venían sobreviniendo. Lo inquietante es que tal extremo pudo en verdad haber acontecido. Ocurre que por las fechas en que cristalizó la secuencia de atentados, otra muerte más –aparte de las canónicas y las de Emma Smith y Martha Tabram– fue asignada a la saña del mismo perpetrador.
Se trató del homicidio de una chica de nombre Jane Beadmoore acaecido entre la noche el 22 y la madrugada del 23 de septiembre de 1888, en la localidad de Birttley Fell, County Durhan, una semana antes de ser finiquitada Catherine Eddowes. En esa emergencia, la fenecida sufrió extensas mutilaciones faciales. Vale significar, se trató de idéntico género de ataque que precisamente iría a reiterarse a los pocos días en el crimen cometido en la plaza Mitre.
Su cadáver exhibía heridas en el abdomen y en la región genital y, lo que era peor aún, le habían acuchillado frenéticamente el rostro hasta desfigurarlo. Las heridas abdominales semejaban a las sufridas por dos víctimas que toda la prensa adjudicaba al victimario tildado "El Asesino de Whitechapel" (pues el mote "Jack el Destripador" todavía no había cobrado estado público).
Mutilaciones faciales curiosamente semejantes en las víctimas Jane Beadmoore y Catherine Eddowes
La mujer asesinada contaba con veintiocho años, seis más que su victimario, un joven que realizaba trabajos ocasionales. El individuo, si bien se mostró hábil al imitar los precedentes crímenes del bajo Londres intentando así despistar, incurrió en errores muy torpes que facilitaron su captura. Entre éstos se cuenta el hecho de vender –dos días después del crimen– su ropa con manchas de sangre a una tienda de compra al menudeo. A su vez, varios testigos declararon haberlo visto con la occisa en los momentos previos a concretarse el ataque fatal, y la precipitada huída de la localidad emprendida por el sospechoso contribuyó a dejarlo en evidencia.Pero lo relevante es que para la prensa el homicidio de Beadmoore, y el sucedido una semana más tarde en la plaza Mitre, eran obra del mismo perpetrador. Ese convencimiento caló muy fuerte en el público. Tanto fue así que, aunque poco después se arrestó al homicida de Jane y se supo que el responsable era un rufián llamado William Waddell –que había sido amante de la muchacha y que la mató por despecho– ese asesinato bien pudo servir de modelo al cometido contra Eddowes, pues durante largo tiempo fue echado a la cuenta de los consumados por Jack el Destripador.
Por consiguiente, vale enfatizar que ya en la era de la Reina Victoria existían asesinos imitadores, y dicho extremo quedó comprobado, entre otros casos, por el crimen de Jane. Y ello pues resulta que, tras su captura, el ultimador confesó a sus interrogadores haberse inspirado en las muertes que venían aconteciendo en los arrabales del Este de Londres. Pero, a la parafernalia de aquellas matanzas precedentes que imitó, el ejecutor de esta joven le añadiría un nuevo y siniestro elemento: las mutilaciones faciales.
Los modernos estudios sobre el comportamiento psicopático asesino coinciden en sostener que en crímenes particularmente sangrientos, donde preexistía una relación pasional entre la víctima y el victimario, no resulta infrecuente que el ejecutor infiera tajos sobre el rostro de la persona agredida, para de tal manera “deshumanizarla”. Se trata de un comportamiento habitual en los homicidas violentos que actúan poseídos por lo que en criminología se denomina “pensamiento mágico”.
Como el asesino de Jane era un ex amante suyo, la vinculación pasional incidió sobremanera. El crimen estuvo motivado por los celos, y por la frustración que experimentó el sujeto al verse rechazado en su tentativa de reanudar la relación sentimental. No se trató de un asesinato meramente impulsivo, sino que el responsable buscó en forma deliberada despistar y alejar de sí la atención de la policía, cuando decidió imitar la operativa del criminal victoriano procurando que los pesquisas creyeran hallarse frente a otro deceso más de aquella cadena de agresiones mortales.
Sin embargo, William Waddell no copió el cruel acto de rebanarle a cuchillo la cara a su víctima –menoscabo que no tenía planificado y que no se había efectuado aún en los desquicios del East End–, sino que ese brutal añadido obedeció a un impulso. Como el crápula conocía a la mujer y se hallaba ligado pasionalmente a ella, en forma inconsciente, trató de deshumanizarla al inferir esa desfiguración facial puesto que, según confesaría a sus aprehensores: “No pude soportar cómo me miraba”.
Jane Beadmoore: víctima de un homicida imitador. Al principio se creyó que esta joven había sido asesinada por el demonio de Whitechapel, pero luego la policía apresó a su verdadero ejecutor
Mary Ann Nichols (31 de agosto 1888) y Annie Chapman (8 de septiembre 1888) también padecieron profundas incisiones en sus abdómenes, y le extrajeron órganos a la última. No se había practicado mutilación facial todavía, por lo cual este nuevo crimen no tenía por fuerza que serle atribuido al mismo perpetrador.No obstante, los periodistas sí lo atribuyeron, y durante dos meses, mientras no se capturó al verdadero responsable, toda Inglaterra estaba convencida de que el homicidio de Jane Beadmoore también había constituído una sanguinaria faena del Destripador.
¿El motivo de este error? Según parece, los periódicos de la época dieron amplio pábulo a la hablilla de que el ejecutor, además de acuchillar a sus presas humanas en el abdomen y extirparle órganos, les desfiguraba el rostro. Esta versión falsa circuló con suma insistencia tras el asesinato de Annie Chapman, y no fue desmentida hasta tiempo después.
Debido a ello fue que el verdadero ultimador de Jane, el aludido ex novio (que la mató por despecho, pues la muchacha lo había abandonado) pensaba que el asesino de Whitechapel mutilaba a cuchilladas la faz de sus víctimas. Por esa razón, de acuerdo confesó, fue que ejecutó esas laceraciones faciales para que los investigadores creyeran que ese crimen también pertenecía a aquel asesino, y de ese modo desviar las sospechas de su persona y salir impune.
De poco le valió la treta a este imitador (tempranero copycat de la era victoriana). Lo descubrieron, fue declarado culpable por el tribunal reunido al efecto, y pagó su culpa pereciendo en la horca.