Two lovers

Publicado el 10 enero 2011 por Ventura

Advertencia previa: Este texto se perdió en los circuitos eléctricos de un pendrive justo cuando iba a ser entregado para su publicación en contrapicado.net Tuve que rescribirlo a partir de la idea que mantenía de él en mi memoria, y cuando finalmente ha sido publicado en contrapicado.net, gracias a la paciencia de un amigo ha podido ser recuperado del limbo informático.

Lo prometo; a la salida de la sesión matinal de la pasada Seminci en la que se presentó Copia Certificada (Copie conforme, 2010), unas campanas repiqueteaban fuertemente, llenando con su sonido los espacios vacíos de una ciudad que comenzaba a despertarse en una mañana de domingo. Sorprendentemente, en el exterior del teatro que albergaba la sección oficial del festival no se había formado el revuelo habitual posterior a cualquier proyección. Estaba solo, y mientras mi cara agradecía el calor proporcionado por los rayos de un sol otoñal, podía escuchar perfectamente aquel sonido que provenía de alguna iglesia cercana mientras comenzaba a solaparse con el de aquellas campanas que acababa de escuchar en la escena final del último trabajo de Abbas Kiarostami. Sin ser exactamente una revelación, puedo afirmar que sentí como mi cuerpo realizaba una especie de transición hacia ese intersticio que separa realidad visual (o sonora) y memoria en el que el cineasta iraní ha tratado de colocarnos desde que se convirtiera en una cineasta de referencia a principios de los años noventa, con sus caminos y carreteras zizageantes entre todas las mentiras (Véase Verdades y mentiras, Jean-Pierre Limosin, 1994) que sostenían sus trabajos.

La singularidad del medio cinematográfico radica en aquello que se “ha visto”. Es decir, en la fuerza que ejerce una imagen que acabamos de ver sobre aquella que estamos viendo. De esta manera, lo que ha pasado se convierte en pura potencia de una suma de potencialidades, tanto de lo que ha sido como de lo que no ha podido ser. En teoría, la imaginación conectada a la experiencia fundada por todas esas memorias en duelo debería ser suficiente para suturar la cesura. Sin embargo, la comodidad, la instrumentalización cultural o cualquier otro tipo de influencia empujan a un espectador cualquiera a monumentalizar las imágenes como fetiches, a constituirlas como imágenes fijas que funcionan como axiomas que someten a la percepción personal a un mero ejercicio comparativo.

Como es bien sabido, a partir de ABC África (2000) el director iraní se deshizo de la puesta en escena tradicional gracias a las posibilidades ofrecidas por el recién nacido medio digital que él y otros autores han explorado a lo largo de la última década. Con ello consiguió despegarse de sus imágenes y encontrar la distancia justa desde donde mirarlas. Las cinco tomas de Five (2003) con el mar como fondo o los rostros de las actrices de Shirin (2008) escenifican el paradigma de la singularidad del medio cinematográfico; las imágenes avanzan por la pantalla lentamente ofreciendo la posibilidad de recordar lo visto sobre la imagen siguiente. Reducidas a un cierto tipo de esencialidad, las imágenes intercambiables ordenadas secuencialmente se ofrecen a una comparación que fracasa ante la imposibilidad de identificar la original y cada una de sus copias. Efectivamente, una imagen no es lo uno ni lo otro, sino una metamorfosis continua a través del tiempo, como sabemos gracias a los estudios de Didi-Huberman a partir de la obra de Aby Warburg.

Te querré siempre.

Con Copia Certificada Kiarostami vuelve a una puesta escena tradicional en el mismo país donde rodó un segmento de la película colectiva Tickets (2005). Después de diez años en que su cine ha pasado desapercibido para el público en general, dejando una cierta sensación de desilusión por la radicalidad de sus propuestas, su nuevo trabajo podría verse como una vuelta al mercado de la exhibición en salas comerciales, con una ficción que maneja todos los ingredientes de la practica cinematográfica alrededor de la relación que mantienen James Miller (William Shimell) y Ella (Juliette Binoche) durante un domingo cualquiera en la Toscana Italiana. James acaba de presentar su libro “Copia certificada” y Ella, gran admiradora de su obra, le invita a dar una vuelta por los alrededores. En un primer vistazo todo lo visible se adecua a una cierta concepción del cine de parejas en crisis.  Pero como conocemos a ciencia cierta que la obra del director iraní es una continúa operación evolutiva, debemos situarnos un poco por encima de sus imágenes para comprobar que en realidad la aparente sencillez oculta, bajo sus formas, una película pionera en la historia del cine. ¿Cómo se actualiza una imagen? La gran pregunta que revolotea sobre gran parte cine contemporáneo, solo han conseguido responderla algunos cineastas como  Hong Sang-Soo o Gus Van Sant (en su trilogía de la muerte) mediante la comparación de las vibraciones de su imaginario sobre el segmento de tiempo que separa una nueva película de la anterior. Pero la respuesta de Kiarostami, con la que creo sinceramente que ha vuelto a abrir una nueva vía del cinematógrafo,  escenifica ese proceso de actualización en tiempo real, recorriendo aquel intersticio ya identificado en sus anteriores trabajos. Toda renovación es el resultado de un conflicto, y el seguimiento de la pareja durante ese domingo cualquiera expone, de forma alusiva, algunos de los que sufre la imagen en su circular entre medios, soportes y épocas.

Después de la presentación del libro, James y Ella conversan sobre el mundo del arte y de que forma como van a pasar ese día. Viajan en coche hasta un museo cercano y tenemos la sensación de que estamos asistiendo a la génesis de una pareja. Tras discutir sobre la “Musa Polimnia”, vulgarmente conocida como la “Gioconda de la Toscana”, nuestra percepción cambia gracias a la ayuda de la camarera del restaurante en que la pareja se detiene a reponer fuerzas tras la visita. A partir de ese momento comenzamos a pensar que quizás se conocen  y que realmente estamos asistiendo a sus últimos coletazos como pareja. Primer conflicto; el cine es el arte que ha nacido tomando prestados motivos estéticos o narrativos de las demás artes. Fruto de esa herencia todavía mantiene la querella entre su imagen y la imagen pictórica (por ser la primera en representar la realidad). André Bazin habló de esa relación entre cine y pintura diferenciando entre la fuerza centrípeta de la imagen pictórica, que orienta a la imagen al interior de si misma, y la fuerza centrífuga propia de la cinematográfica, a partir de la cual se crea la relación con la imagen inmediata. Cuando el crítico francés hacía esta distinción el cine todavía era capaz de superar la barrera de los límites del cuadro que le había sido impuesto por la imagen que la precedía. En nuestro tiempo, un vez que el cine ha perdido su capacidad de organizar el mundo, ese contorno aparece como un fantasma que  atrapa la fuerza de la imagen fílmica y la devuelve hacia su memoria. Esa es la idea que se subyace de las escenas encadenadas del museo y el restaurante. La percepción se quiebra y comenzamos comparar la relación con la de Te querré siempre (Viaggio en Italia,  Roberto Rossellini, 1953) o con la de cualquier película que verse alrededor de la temática de parejas puestas en crisis.

Te odiaré siempre.

La pareja, de la que podemos afirmar que son una especie de  avatares (cuerpos reducidos a su propia imagen), continúa su periplo hasta que se detiene frente a una estatua que preside la fuente en una plaza bastante concurrida. Ante ella, James mantiene un discurso formalista, que trata  de reconocer si la pieza es en realidad un original o una copia. Por el contrario, Ella observa toda la fuerza de un hombre que protege a su mujer bajo sus brazos. La discusión, a la que sumarán a una pareja que pasa por allí (lo que permite un sorprendente cameo de Jean-Claude Carrière), nos coloca ante un nuevo problema, que por supuesto no es nada nuevo. ¿Cómo mirar las imágenes? No cabe duda que toda la tradición artística nos ha condenado a mirarlas bajo unos criterios de belleza asumida en el imaginario colectivo. Como un patrón de lo que debe ser, las imágenes del tipo que sean, deben ser miradas bajo unos códigos estrictos que amortajan nuestra percepción. Evidentemente, debe existir una clasificación que permita recontar y clasificar las obras en el tiempo. Pero llegados a este momento de la historia, donde la representación se muestra en retirada (registro del mundo como promesa de memoria, como su copia), debe producirse un cambio radical en la mirada orientado a su articulación bajo criterios puramente perceptivos y emotivos que construyan una relación verdadera con el objeto mirado. No se trata de subjetividad, tampoco del discurso humanista que se ha visto erróneamente en la obra del director iraní. El arte del espectador no consiste en conocer como se construye una imagen, sino en entender cómo se relaciona con ellas. ¿Realmente es tan importante saber valorar si un actor trabaja bien o si un guión ha sido bien desarrollado? Pensamos en las imágenes como objetos de los que podemos permanecer inmunizados. Acudimos a cines o museos, y nos olvidamos de las imágenes como si no hubiéramos vivido una experiencia con ellas, del tiempo compartido, lo sentido, los afectos movilizados. Las imágenes penetran en los cuerpos, se almacenan en ellos, se cargan de su tiempo. El sentido de las imágenes ya no se encuentra entre ellas, sino allí donde se confunden con la vida.

Un nuevo vaivén perceptivo tras las escena de la plaza nos hará entender la relación como la última oportunidad de la pareja, como su último intento de reconciliación,  hasta que lleguen finalmente a un hotel al que parecen entrar pensando en revivir su noche de bodas. En ese momento tenemos la sensación de que hemos descrito un trayecto hasta el origen de un problema enraizado quince años atrás en el tiempo. Ella se tumba en la cama y James repite, al igual que al principio de la película, que deber coger un tren a las nueve. Las certezas que tratamos de encontrar continúan siendo posibilidades, porque en el tiempo que hemos pasado junto a ellos, transitando espacios en los que se contemplan imágenes y se celebra la vida, hemos mantenido una comunicación imposible con la película, como la que mantendrían dos interlocutores que se expresan en distintos idiomas. Pese a todo,  con las campanas como fondo sonoro después de que desaparezca de la pantalla el rostro filmado en primer plano de James, al final del metraje se funda un verdadero origen donde resulta imposible otorgar un origen a las imágenes, pero si identificar como vuelven a comenzar.

Ricardo Adalia Martín.