No recuerdo si fue por la mañana o por la tarde, sólo que tenía prisa. A mitad de recorrido, divisé la caseta de Salto de Página, y viendo que en esos momentos no tenía visitantes, aceleré el paso para poder buscar el libro con tranquilidad, algo que en muchas ocasiones es muy difícil debido a la aglomeración de gente. Los apelotonamientos enfrente de los puestos suelen ser mayúsculos, así que quise aprovechar la coyuntura para despachar la compra con rapidez. Ni me fijé en los carteles, la verdad. Llegué por la parte izquierda y bendije mi buena suerte: estaba repleta de ejemplares del libro que quería comprar. Creo recordar que la dependienta me dijo hola alegremente, y que yo respondí por reflejo, sin mirar. Agarré uno de los volúmenes, comprobé que estaba en perfecto estado, lo olisqueé como hago siempre, y se lo planté en la mano a la vendedora con un sonoro "¿cuánto es?". Hubo un pequeño silencio, o al menos así lo recuerda mi mente, quizás por dramatizar la cagada, y a continuación, Cristina Fallarás, con el rostro y el cuerpo de Cristina Fallarás y el libro en la mano, me dijo: no soy una vendedora, soy la autora.
Bien, les ahorro el detalle de los balbuceos posteriores para no aburrirles, pero estuvieron a la altura de lo que los había causado. Afortunadamente, la escritora tiene un talante estupendo, bromeó conmigo, intentó quitarle hierro al asunto y escribió una dedicatoria en el interior de mi ejemplar que conservaré en los años venideros como si fuera oro en paño. No les diré cuál era el texto de esa dedicatoria, pero sí que tenía mucho que ver con lo que uno va a encontrar dentro de la novela. Una vez leída, no me cabe duda de que aquello era cierto. Si les interesa echar un vistazo a las conclusiones que saqué tras su lectura, pueden leer la reseña que basándose en ellas ha escrito Santiago L. Moreno para C, la estupenda web de crítica literaria.
Aquí: Últimos días en el Puesto del Este.