Cumplo años. Y no puedo evitarlo.
La arena de mi reloj ha dado un vuelco: de repente hay más cantidad abajo que arriba. Y eso me hace pensar.
La arena que descansa en el suelo permanece inmóvil, inalterable. No puedo hacer nada por cambiar lo que ha sucedido. Y, de alguna manera, soy consciente de que mis facultades merman. Lenta pero fatalmente.
La arena sigue cayendo, inmisericorde. Día y noche, la vida se me escapa de entre las manos, con una velocidad creciente.
Me muero. Como todos. Lo hacemos desde el mismo momento en que nacimos. Mi admirado Montaigne lo explicaba con sencillez: “No morimos porque estemos enfermos, sino porque estamos vivos”. Estar vivo es una enfermedad terminal. Estoy sano y, sin embargo, me muero.
Inexorablemente.
Muchos buscan consuelo en que haya algo después de la muerte. En la supervivencia del alma. No es mi caso. Como Lucrecio, creo que al morir regresamos al mismo sitio del que vinimos antes de ser concebidos. La nada.
Ahora bien, si tuviese que elegir una creencia en la otra vida, creo que elegiría la opción que me ofrece la mitología Nahua, la azteca.
Tras la muerte, en la versión nahua, el difunto podía acudir a cuatro moradas: Mictlan, Tlalocán, Ilhuicalt Tonaliuh o Chichiua-cuauhco.
Mictlan es el lugar al que vamos la gran mayoría, ricos o pobres, hombres o mujeres por igual, fallecidos por causas naturales.
Se trata de un penoso peregrinar durante cuatro años, sorteando todo tipo de penalidades. Se comenzaba por vadear un enorme río, el Apanohuaya. Un lugar sorprendente, donde los protagonistas son los perros domésticos. Si el difunto había maltratado a un perro en vida, se le impedía atravesar el río, y su alma penaba por la orilla, incapaz de avanzar y encontrar la paz. Los nahuas criaban perros y los trataban con cariño, para así asegurar un tránsito en paz tras la muerte.
Pero el viaje apenas si ha comenzado. El alma debe atravesar lugares fascinantes y peligrosos, en los que las montañas de repente chocan entre sí, triturando a los muertos, o parajes repletos de piedras afiladas que despedazaban los cadáveres, montañas nevadas, desiertos en los que no hay gravedad y los muertos flotan al merced de los fuertes vientos, regiones en las que un jaguar devora el corazón o un lago negro y profundo en donde el gran lagarto Xochitonal acecha para devorar a los infelices.
Tras ese largo peregrinar llega no la recompensa, sino el sueño. El olvido. Un descanso en el que el alma se libera.
El tercer lugar, Ilhuicalt Tonaliuh, también placentero, lugar sin noche ni pesar alguno, con flores siempre frescas y placeres infinitos, era el destino que aguardaba a los guerreros muertos en batalla o prisioneros. Si sus escudos habían resultado agujereados por flechas, podían ver el sol a través de ellos; y al cabo de cuatro años su alma se transformaba en pájaros de hermosos colores que libaban el cáliz de las flores del cielo y de la tierra.
Pero la más hermosa de las moradas es Chichiua-cuauhco, el lugar que acoge a los niños muertos. En él se encuentra un árbol de cuyas hojas rezuma leche. Los niños aguardan tranquilos; están destinados a repoblar la Tierra cuando la raza de los hombres se extinga.
Consuelo. Se trata de sobrevivir a la muerte de los que amamos, y encontrarle un sentido a la vida. No es poca cosa.
Yo tengo la desgracia de no creer en un más allá. Soy un firme creyente en el más acá; en cuidar con esmero a los que nos rodean en vida. En procurar vivir en armonía sin causar daño. En sembrar ilusiones y sueños sin pedir nada a cambio.
El paraíso, de existir, lo concibo estando vivo.
Inmensa y agotadoramente vivo.
Antonio Carrillo.