Umberto Eco. El nombre de la rosa

Publicado el 15 octubre 2012 por Elinquilinodepapel @elinquilinodpapel

Umberto EcoEl nombre de la rosaEditorial Lumen

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La novela histórica, tal como entendemos el subgénero actualmente, tuvo su culminación en el ya lejano 1980, de la mano de un profesor universitario italiano de difícil asignatura llamado Umberto Eco. Este desconocido ensayista decidió, como ejercicio de ironía plástica, componer una novela policíaca enmarcada dentro de las directrices del movimiento neovanguardista literario al que pertenecía, el Gruppo 63. Para cumplirlo situó la acción en la Italia de 1327, en una abadía benedictina en medio de la disputa sobre la pobreza de la Iglesia que enfrentaba a los monjes de la Orden de San Francisco contra su señor el Papa Juan XXII. Este es el escenario en el que el franciscano Guillermo de Baskerville y su pupilo Adso de Melk se ven envueltos en una serie de asesinatos apocalípticos concernientes a un misterioso libro y su funesta posesión. Todos los personajes principales de la novela de Eco son clichés extraídos de la novela detectivesca victoriana clásica (una de las premisas del Gruppo 63 era la inspiración en la narrativa y poética anglosajona del XIX) y ni siquiera nuestro intrépido profesor puede llevarse el mérito de la creación del monje detective, ya que la autora británica Edith Pargeter comenzó a publicar bajo el seudónimo más conocido de Ellis Peters, la serie de novelas de fray Cadfael tres años antes. Así que, con una novela de escasa originalidad, encorsetada entre las premisas de un movimiento estético-político de vocación revolucionaria, escrita casi para enseñar a los amigos por un novelista primerizo. ¿Cómo podemos sostener la afirmación espetada en el párrafo anterior? Porque, querido lector, Umberto Eco es un mago. El obtuso profesor de asignatura impronunciable es, en realidad, un astuto prestidigitador de la palabra. El incauto doliente de la novela histórica moderna, vapuleado por las hordas de romanos y templarios, se acercará a la novela atraído por el canto de sirena de asesinatos, monjes, libros y laberintos que Eco muestra en su mano derecha, para caer en la cuenta, pasado un rato, en el truco maravilloso y terrible que el profesor guardaba en la izquierda. Esta es, sin duda alguna, una novela que atesora muchos niveles de lectura. No se trata solo que la intriga planteada sea absorbente, los diálogos cinematográficos y los personajes fascinantes. No se trata tampoco de la abadía fantástica, la biblioteca maravillosa, ni del fabuloso e iniciático laberinto geográfico. Ni tan siquiera, si me apuras, importa demasiado el significado del primero y el séptimo de cuatro. Se trata de que, mientras Guillermo y Adso recorren el scriptoriumen las tinieblas de la noche, Umberto Eco te cuenta algunas cosas sobre el Mundo, el Demonio y la Carne, y por encima de todo, sobre el medievo, sobre el inmenso conocimiento y el profundo amor al mismo que el profesor italiano impregna en tinta en cada página. Si no has tenido ocasión de leerla, o si sólo conoces la trama por la digna pero profundamente insuficiente película del director francés Jean Jacques Annaud, te recomiendo cordial y respetuosamente que te lances a por ella. Existen ediciones excelentes, con el texto original espléndidamente adaptado al castellano por Ricardo Pochtar, que incluyen traducción de los textos latinos, escasos pero enriquecedores para el trasfondo histórico, y un pequeño ensayo del autor acerca de la novela bastante gratificante titulado Apostillas a El Nombre de la Rosa. Rescata esta joya del pasado, ávido lector, pero cuidado; no te sorprendas si al pasar su última página te descubres un poco más desolado que al empezar. Porque El Nombre de la Rosa es, bajo las sombras de sus sombras, y como no podía ser de otra manera, una inmensa danza macabra y trata, en esencia, de la futilidad. Y es que, querido e improbable lector: “stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus”.
Escrito por Lope A.