Recupero esta reseña que escribí para la revista Mercurio en 2007, de Amado Siglo XX, la última obra que Umbral publicó en vida. Nevado el cráneo, elegante a su manera, sincero y visionario, sensual y gamberro, el escritor bucea en los recuerdos de su siglo íntimo, oscilante y huracanado. Podría entenderse toda la extensa trayectoria literaria de Francisco Umbral como una imponente colección memorística de su propia vida. Desde sus inicios, Umbral, más que contar historias, nos ha contado su historia, o su forma de ver la Historia. Testigo excepcional, águila en la cima, lo ha contemplado todo desde la altura, alzando su vuelo cuando ha intuido un color llamativo, una forma atractiva o una voz digna de ser escuchada –y reproducida-. En Amado Siglo XX nos ofrece Umbral un travelling de este vuelo vital, un vuelo en el que recupera las frías calles de Valladolid, la alargada sombra de sus adorados periodistas, las penumbras de los ministerios franquistas, las miserias de los escritores de provincias en la capital, un Martini a media mañana o el esplendor marmóreo de palacio. Umbral recurre a sus temas propios, porque quizá es protagonista de una gran historia, o porque quizá su vida es Literatura y él no deja de ser su personaje –literario- principal. Es Umbral un hijo de las Vanguardias, en su escritura recae una enorme herencia que, lejos de emplear como si se tratase de una cómoda pensión vitalicia, invierte en una voz inimitable, irrepetible y crepuscular. Es Umbral un hijo de las Vanguardias, me repito, tal vez el hijo más agraciado, más dotado, más ingenioso, pero, de igual manera, también es el hijo más rebelde, más irreverente, más canalla, incluso. En realidad, Umbral es una nueva Vanguardia en sí mismo, y la sitúa en un punto muy complicado de localizar, entre Pasionariay Loewe, entre las tardes en el Café Gijón y las delirantes noches del Madrid de Tierno Galván, entre el carajillo y el gin tonic, entre Unamuno y Marichalar, entre Sartre y Cuqui Fierro. Umbral mantiene una dura y permanente pugna con las palabras, las estira, las golpea, las ordena de otro modo, las pluriemplea en nuevos significados. El lenguaje no es para Umbral un elemento inerte, un puñado de objetos que colocar estratégicamente en el decorado de un texto, es un ente vivo al que se abraza o maltrata, al que ama y detesta al mismo tiempo. Nos habla Umbral en Amado Siglo XX de la enfermedad, como ya hizo en Mortal y Rosa –una de las obras mayores de la Literatura en español del pasado y amado Siglo XX- , pero desde la enfermedad misma. Habla de la enfermedad desde el lado de quien la ha sentido, arrolladora y punzante, corretear por sus venas, indeseada amante de labios amargos. Una sinceridad que desparrama sobre todo el texto: en la elección de las circunstancias y sus personajes, en las definiciones que vierte de estos, en el reconocimiento de los errores y de las fobias, en los rechazos y en los abrazos. Esta manifiesta sinceridad no esconde un ajuste de cuentas, tampoco es una carta de despedida, es la interpretación literaria del personaje –literario- que se acomoda bajo la bufanda y las gafas de concha. El hijo de Greta Garbo, el pezón blanquecino de la diosa Cibeles, deslumbrante y certero, poético y trasgresor, delantero centro de las Vanguardias, el escritor que escribe contra sí mismo –y para dicha de sus lectores-, derrama sobre Amado Siglo XX la pulsión de una vida literaria y literaturizada, el latido de un corazón con sonido de teclado, la privilegiada –y certera- memoria de un actor principal de la comedieta arrabalera y urgente de un tiempo que se nos fue.