Despierto sobresaltado en medio del silencio y la oscuridad de la noche. La habitación está fría y se puede respirar la calma que se ha adueñado de la casa. Todavía desorientado, extiendo mis brazos hacia tu cuerpo dormido, palpando temeroso y preocupado por no precipitarme al vacío central que separa nuestros dos lados de la cama. Un barranco cortado con el cuchillo de tus desprecios y erosionado por los años de convivencia, con límites escarpados y con un fondo invisible que se pierde bajo el colchón.
Sigues ahí, respirando profundamente, transportada por el sueño a otro lugar y quizás a otros brazos. Y apoyo mi mano sobre tu espalda, simplemente para comprobar que no te has ido. Respiro hondo, me relajo en esa negrura con los ojos abiertos y trato de recuperar el sueño y la calma, intentando no pensar en que un día extenderé mis manos y chocaré con el vacío y el sabor del abandono.
Mis párpados se niegan a cerrarse de nuevo; con el sonido de mi corazón de fondo, recuerdo tiempos pasados en los que, a pesar de esa brecha vertical y virtual que dividía nuestro horizontal descanso, te acercabas en mitad de la madrugada, buscando sin querer un poco de calor bajo las sábanas. Meses después, ante la misma acción, el contacto de mi cuerpo con el tuyo te sorprendía y espantaba tu tranquilidad. Entonces reculabas hacia tu territorio, brusca pero sigilosa, con el temor de haberme despertado arañando tu orgullo. Yo me daba cuenta, pero fingía bucear en las profundidades del océano de mi inconsciencia. Y esa brecha, ese abismo entre tu lado y el mío de la cama, se ha ido haciendo cada vez más intenso.
Esta noche dejaré a un lado mi vértigo y me asomaré, tratando de conquistar un puente a tu cariño. Quisiera creer que dejarás encendida la luz de tus ojos para que no me pierda entre la niebla de mi indecisión. Y encontrarte, para volver a dormir toda la noche abrazado a ti.Autor: Miguel Ángel Díaz Fuentes