Choca tanta comprensión del expresidente socialista, aparte de resultar impropia de una persona de su experiencia, por cuanto careció de ella y se desprendió de su correligionario Alfonso Guerra, a la sazón vicepresidente del Gobierno, cuando el hermano de éste, Juan Guerra, hacía en las dependencias de la Delegación del Gobierno en Sevilla, sin ser siquiera funcionario, los mismos chanchullos de los que se acusa a los vástagos del honorable Pujol: tráfico de influencias, prevaricación, etc., es decir, aprovecharse del cargo y el amparo del familiar convertido en alta personalidad política.
Más que la bondad corporativa de Felipe con sus cuates de la política, en un país que se asemeja a la cueva de Alí Babá en el uso y dispendio de los caudales públicos, lo que abochorna al más humilde de los contribuyentes españoles es esa vulnerabilidad con la que algunas élites pueden hacer y deshacer a su antojo sin temer a la Justicia, sin reparar el daño, sin devolver ni un céntimo y sin padecer ninguna consecuencia por sus actos, salvo los quebrantos de verse rebajados en la consideración pública y ser por un tiempo foco de atención de los medios y las tertulias.
Llegada cierta edad, séase político o simple jubilado anodino, lo mejor es contar batallitas, pasear a los nietos y sorprenderse de los adelantos de los tiempos y las costumbres, sin entrometerse en líos de los demás ni valorar las consecuencias de hechos que se arrastran de antiguo, no vaya ser que la mala memoria nos meta en un jardín endiablado de difícil escapatoria o, lo que sería peor, nos tire de la lengua para destapar lo que se mantiene oculto y a buen recaudo entre los trapos sucios de casa. Y es que ya lo dice el refrán: en boca cerrada no entran moscas… ni salen pujoles