Hace un par de días me pasó algo inaudito: alguien me habló en el metro. En el metro de Londres, y, en general, en los transportes públicos, y, más en general todavía, en cualquier espacio público (y hasta privado) de este país, excepto el pub, los ingleses no hablan con nadie. Y, si lo hacen, es solo por exigencias de la urbanidad, esa cortesía lapidaria que les han enseñado a observar siempre, así perezca el mundo. Por ejemplo, a mí se me había dirigido alguien alguna vez para, ay, cederme el asiento. Pero, aparte de eso, las únicas frases con sentido que se dirigen los viajeros del metro o del autobús son: excuse me, para que les dejen pasar, y thank you, para agradecer que les hayan dejado pasar. Por lo demás, si alguien dice algo durante el viaje, uno creerá que se trata de un lunático, o que es probable que se baje en la misma parada que uno y lo sodomice en el primer callejón oscuro que encuentre. Ni siquiera una gran desgracia justifica la conversación. Viajando en tren, en mi primera visita a Inglaterra, vi cómo un señor indio que subía al vagón con su familia se pillaba el pulgar con la puerta, una puerta de ferrocarril, grande y pesada, una de esas puertas que podrían ser también la entrada de un refugio nuclear: no entiendo cómo no se lo amputó. El pobre caballero soltó, comprensiblemente, un alarido, pero enseguida, en lugar de retorcerse de dolor y quedarse en la estación, en la que le habría sido más fácil obtener ayuda médica, prosiguió su camino por el vagón hasta el asiento que tenía reservado. Se apretaba la mano herida con la mano ilesa, y su rostro, desencajado, traslucía un sufrimiento indescriptible. Y gemía: un gemido que habría estremecido a Jack el Destripador, pero contenido, asordinado: apenas se oía. A su alrededor, la familia—una mujer con sari y dos hijos morenos y repeinados— caminaba con rostro de preocupación, pero con toda la naturalidad que las circunstancias permitían. Salvo el quejido sotto voce de la víctima, allí nadie decía ni oxte ni moxte: ni los parientes pedían ayuda, ni los demás viajeros la ofrecían. Todo el mundo miraba al frente, sumido, se diría, en perseverantes reflexiones, salvo el indio del dedo, que, doblado sobre sí, parecía hundido en un abismo de dolor. Pues bien, como decía, el otro día alguien me habló en el metro. Álvaro y yo volvíamos del cine por la noche y cogimos el tube en Piccadilly, una de las más concurridas estaciones del centro. Quien crea haber vivido aglomeraciones en el suburbano, no sabe lo que son en el metro de Londres: una riada monstruosa de ciudadanos, más algún perro, se embute en los exiguos vagones con la misma resignación con que los judíos del Holocausto se encajonaban en los que habían de transportarlos a Auschwitz o Treblinka. O no, no se embute: es embutido. La fuerza descomunal de la masa lo arrastra a uno como a un junco por el Amazonas y uno se entrega a esa corriente indetenible desasido, en cesación mística, encomendado a la misericordia del Altísimo. Así entramos Álvaro y yo en el underground esa noche, y así quedamos atrapados en el vagón: como cantos rodados que el caudal deposita en el barro. Sucedió, sin embargo, que, así como Álvaro quedó encarado a un elemento inorgánico —una barra de sujeción—, la fortuna dispuso que yo me encontrase casi pegado a uno muy orgánico: otra persona. Y ahí, en esa intimidad forzosa, donde todos habríamos mantenido un silencio forzado, ese ser me empezó a hablar. Era un hombre de mediana edad, ya canoso, pero de aspecto juvenil: uno de esos cuarentones que todavía conservan los modos y la ropa de la adolescencia. Se refirió a la masificación del metro, lo que revelaba que era un hombre con poca imaginación, y al hecho de que buena parte de los que viajaban a aquella hora en el underground volvía ya a casa. "En este país", puntualizó, "las once de la noche es tarde". No estaba yo muy seguro de que aquello fuera cierto, pero me sentí obligado a darle la razón. Luego añadió: "En España, por ejemplo, a esta hora es cuando empieza todo". No supe muy bien a qué se refería con aquel "todo", pero las circunstancias en las que nos encontrábamos me disuadieron de preguntárselo. Por otra parte, es posible que hubiese reconocido mi acento hispano en las breves respuestas con las que había punteado su charla, y quisiera de alguna manera agasajarme. Eso es también muy inglés. Parecía, en fin, un tipo amable y educado. Cuando salimos del metro —al cabo, gracias sean dadas al Altísimo, de pocas paradas—, Álvaro me dijo: "Creo que era gay". Yo también lo creía. Era halagador pensar que aquello hubiera podido hacer que aquel inglés quebrantara la norma inquebrantable según la cual los ingleses no hablan nunca con nadie en los transportes públicos, pero no podía estar seguro. O quizá la forma que tenía un inglés, como cualquier otro ser humano, de sobrellevar una situación insoportable era recurriendo a esa tabla de salvación que es el lenguaje. No lo sé. Lo que sí sé es que, a pesar de los apretujones, y a pesar —si era el caso— de que entre aquel hombre y yo nunca habría podido haber más que una buena amistad, agradecí mucho aquella conversación. O simplemente el hecho de que se hubiera producido.