Qué jodido es morirse. Sabemos que pasará, que es la gran verdad de la vida, pero sigue siendo jodido. Es curioso: de niños nos aterra, tenemos esos primeros contactos con la muerte en forma de entregas casi programadas que van acercándonos a la madurez a empujones. La muerte de una mascota, la del familiar lejano que no conocíamos, la más directa de un abuelo… poco a poco, vamos asumiendo lo inevitable de la muerte y, quizás por esa imposible lucha, aparcamos el tema en nuestra muerte como un asunto a tratar más tarde. Importante, claro, pero que contra más tarde lo abordemos, mejor. Hasta que llega un punto sin retorno en el desarrollo de la persona: la muerte de los padres. Es el momento en que nos damos cuenta de que, definitivamente, somos los siguientes, que ya no hay nadie entre nosotros y la dama blanca. Que vamos cuesta abajo. Es el momento en que somos conscientes de qué significa envejecer.
Contar todo esto desde el sentimiento íntimo es jodido. Muy jodido. Se debe luchar contra muchos sentimientos, algunos tan primitivos como incontenibles; otros, producto de una reflexión que obliga a una siempre dolorosa introspección. ¿Cómo hacerlo bien? Cómo enfrentarse a la muerte sin caer en la desesperación o el tópico?
La historieta no ha sido ajena a esta reflexión: desde que existe, desde que Frank King decidiera contar la vida cotidiana, la muerte es un invitado necesario de cualquier planteamiento mínimamente realista. Desde el dramatismo exacerbado de las series herederas del pulp como Crime Does Not Pay hasta ese escena magistral de dolor contenido que fue la viñeta de la muerte de Raven Sherman en Terry y los piratas. Hasta los superhéroes, enfocados desde sus inicios a un público infantil y juvenil, comenzaron su transición hacia un público adulto a través de un rito de iniciación particular que tomaba la muerte de Gwen Stacy como elemento nuclear. Un camino que la historieta francesa dividió claramente desde sus inicios, separando el cómic tradicional juvenil, donde la muerte cercana no existe (a diferencia de la moda fúnebre que recorre el cómic americano, los héroes francobelgas nunca mueren), del adulto, que asume la referencia como propia: desde aquel bello y enloquecido poema fúnebre a la muerte de su esposa que es La nuit, de Phillpe Druillet hasta obras más próximas en el tiempo como Les funérailles de Luce, de Benoit Springer o Mi mámá está en América de Emile Bravo. Por no hablar del caso japonés, donde las evidentes y profundas diferencias entre las culturas sobre la muerte marcan radicales distancias en cómo se ha plasmado el tema.
Sin embargo, en todos estos casos se evita la plasmación directa del dolor por la pérdida. Se reflexiona sobre la muerte, sobre la desaparición, pero se elude entrar a tratar precisamente aquella muerte que más nos puede afectar: la del ser querido. Y es que realmente pocos, muy pocos, se han atrevido a dar ese salto: lo hemos visto en El arte de volar, de Antonio Altarriba, en Los años del elefante, de Willy Linthout, En El almanaque de mi padre, de Jiro Taniguchi, en Autobiografía no autorizada, de Nacho Casanova… En todos los casos, obras que optan por el uso catártico de la creación, que buscan la reflexión particular a través del exhibicionismo de sentimientos dolorosos, quizás impúdico, quizás una solución fácil en tanto buscan una conexión directa a través de la tristeza, Pero en los casos comentados, parece evidente que esa empatía exitosa con el lector no era resultado de un objetivo consciente en sí mismo, sino de la honestidad y sinceridad de su planteamiento.
Me cuesta imaginar lo difícil que ha tenido que ser despojar los hechos de los sentimientos, analizar los recuerdos para apartar el dolor y dejar sólo la exposición veraz de lo ocurrido, evitar la tentación constante de la reflexión particular, de la expresión de la pena íntima. Pero Farmer lo consigue y narra con minuciosidad profiláctica todo el proceso de degeneración de dos personas: la pérdida de memoria, la caída en la dejadez, la depresión, el olvido, el dolor, la muerte. No deja ningún paso, no olvida ningún momento. No hay lugar para esa empatía, para ese atisbo de tristeza compartida que nos pide el cuerpo.
Y el efecto no pude ser más letal: ante la presentación fría de los acontecimientos, el lector no puede más que acudir a la identificación. Todo aquél que haya pasado por la muerte de un padre o una madre verá lugares comunes: la negación de la enfermedad, la dejadez del enfermo hacia sí mismo… Lo de menos es cuándo se produce la conexión del lector: se dará. Puede que, hasta cierto momento, la lectura de Un adiós especial simplemente mueva a una reflexión banal (“¡pero cómo podía dejar su hija que vivieran con tanta mierda alrededor!”), pero todo lector encontrará una página donde la viñeta actúe como un doloroso espejo en el asistimos sin el filtro del recuerdo a nuestro pasado. En otras obras, la coartada de la empatía permitía alejarse de lo personal y centrarse en el sufrimiento ajeno: no he podido evitar pensar en obras tan geniales como Cuando el viento sopla, que pese a tratar un tema radicalmente distinto, también muestra la degeneración de una pareja desde un tratamiento donde el lector se siente arrastrado por el suplicio que pasan los dos mayores; en la película Las invasiones bárbaras, donde las reflexiones que circundan a la muerte permiten desviar el foco de uno mismo; o en nuestro querido Carlos Giménez, experto como pocos en sacudir bofetadas de realidad que duelen como pocas.
En Un adiós especial no existe esa posibilidad. No existen sentimientos desatados de la autora, sólo hechos que desatan sentimientos, los del lector. Ahí es nada.
Es verdad que, pese a todo, se dejan ver las hechuras de ese dolor: los trece años que tardó la autora se ven en la obra, en los cambios de registro gráfico, en cierta dificultad para expresar los sentimientos de sus personajes que creo que tiene más razones personales que la poca pericia gráfica de la dibujante, ampliamente contrastada en el pasado. Farmer no necesita de la visceralidad que muestra Linthout en Los años del elefante, de hecho, la debe evitar en su planteamiento, pero es evidente que hay ciertos momentos en que no llega a dibujarse a sí misma: Laura, su voz en la ficción, muestra un grafismo inerte muchas veces que sólo puede ser contrapesado por la exhaustividad de la representación gráfica, que se vuelca en todos los detalles, desde el mobiliario de la casa a la presencia física de la enfermedad en los protagonistas, en ese deterioro palpable y visible a lo largo de toda la obra.
No se puede negar tampoco que la gelidez argumental de Farmer puede lograr, en determinados momentos, sacar al lector de la obra, pero lo cierto es que en el global de la experiencia de lectura de Un adiós especial, son detalles que pasan desapercibidos, que apenas importan ante el proceso de reflexión que el lector obligatoriamente ha iniciado, ante un recuerdo renacido de creíamos enterrado y que resulta indefectiblemente descarnado y doloroso.
Yo reconozco que, después de leer esta obra no pensé ni en la narrativa, ni en el dibujo de Farmer ni en nada más que tuviera que ver con los tebeos. Estuve un buen rato acordándome de un año terrible que, casi día por día, estaba en ese tebeo, en esas viñetas.
Y mira que me jodió.
Quizás Un adiós especial no sea una obra maestra del tebeo. Pero es uno de esos tebeos que hay que leer para entender lo que es la vida. La de verdad.