Un aeropuerto

Publicado el 26 marzo 2014 por María Mayayo Vives
Dice mi amiga Puri que uno de los mayores placeres que existe es devorar una tableta de chocolate de una sentada sin pensar en las calorías. Para mí, ese placer consiste en devorar la misma tableta de chocolate pensando en el bocadillo de jamón que me voy a comer después para compensar el exceso de azúcar. Esta misma tarde me proponía alimentar ese pensamiento, medio saliendo ya de las calderas gripales de Botero, medio entrando en el sombrío pozo de la astenia primaveral, cuando leo que a nuestro Gobierno se le ha ocurrido la felicísima idea de cambiarle el nombre al aeropuerto de Barajas. Adolfo Suárez lo quieren llamar. Casi un millón de euros nos va a costar la marianada. Ni el chocolate me apetece ya.
Teniendo en cuenta que la idea del renombramiento parte de Ana Botella, casi huelga seguir elaborando una opinión, pero tendremos que echar el rato ahora que no vamos a merendar. Veinticuatro horas ha tardado la alcaldesa en alumbrar la propuesta. Básicamente, lo que le ha costado calibrar que, a Suárez, una plaza se le quedaba estrecha, una calle se le quedaba corta y tampoco era cuestión de ponerse ahora a alargar la de Alcalá hasta Logroño. Sólo quedaba el aeropuerto: calles largas, plazas amplias y "a todos los ciudadanos les parece bien", ha apuntado, después de preguntar a los cuarenta y siete millones de españoles, se entiende. Y se queda más ancha que la reina madre.
Cualquier cargo político de hoy y más, si cabe, la alcaldía de Madrid lleva asociado un mundo paralelo que, en ocasiones, conduce a pensar que éste es un momento como cualquier otro para fundirse en placas de señalización y otros ornatos la friolera de un millón de euros con la seguridad de que todos los ciudadanos aplauden la idea. A los ciudadanos, en realidad, ni fuerzas nos quedan para sonarnos los mocos, mucho menos para aplaudir nada. Pero son ya tantos los años de corrupciones, engaños, sandeces, renuncias a cuenta de la torpeza de otros que ya todo se encaja. La crisis era esto: caer de golpe y conseguir que la gente se acostumbrara a vivir allá abajo. Y, ahora, ¿un aeropuerto? o un océano, lo que haga falta.
No quiero decir que el primer presidente de esta democracia no merezca un reconocimiento como el de imprimir su nombre en algo de eso por lo que el tiempo no pasa, pero sí digo que, puestos a entregarle un aeropuerto a título póstumo, le podían haber dado uno sin estrenar, como el de Castellón, que lo tendremos aún sin rotular ni nada, y ese millón que nos ahorrábamos para investigación o tratamientos contra el alzheimer, por ejemplo. Pues no se le ha ocurrido a nadie. Y Adolfo tampoco va a venir para quejarse. Es lo que tiene morirse, que todo te da igual ya, supongo. Además de la ventaja que para los demás supone que el muerto ya no pueda defenderse del rosario de idioteces y falsedades que le van a endosar junto con los dos palmos de tierra. Así que todo se conjuga para mejor hacer el ridículo, que viene siendo lo nuestro.
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