Alberto Caeiro nació y murió dos veces. Su primer nacimiento fue el ocho de marzo de 1914, en la mente abarrotada de Fernando Pessoa, el segundo, en Lisboa, en una quinta del Ribaltejo. Caeiro nació a los veinticinco años y ya era un poeta exquisito, rubio, solitario y pálido, y ya había escrito El guardián de rebaños: treinta y cuatro poemas desprendidos que contienen, como le gustaba decir a Antonio Tabucchi, la única cosa que realmente dijo Pessoa. Aunque Ricardo Reis y Álvaro de Campos (algunos de los otros de Pessoa) tenían casi su misma edad, y aunque Pessoa había sido su matriz y partera, la influencia de Caeiro lo obligó a reconocer que había nacido con él, en él, en 1914, su maestro y el de los suyos. La primera vez que Caeiro murió, en 1915, a los veintiséis años, fue de tuberculosis. Hay quienes dicen que Caeiro fue la forma que Pessoa encontró para honrar a su padre, que fue en parte su maestro y que murió de tuberculosis. Alberto Caeiro murió por segunda vez el veintiséis de abril de 1916, por mano propia.
Mario de Sá-Carneiro.
El trece de enero de 1935 Pessoa escribe una carta en la que responde al escritor Adolfo Casais Monteiro sobre la génesis de sus heterónimos, “un día –dice– se me ocurrió gastarle una broma a Sá-Carneiro: inventar un poeta bucólico, bastante sofisticado, y presentárselo, no me acuerdo ya de qué modo, como si fuese real”. El poeta que se inventó fue Caeiro y el modo ya lo saben: fue con El guardián de rebaños y con un poema que dice: No tengo ambiciones ni deseos./ Ser poeta no es una ambición mía./ Es mi manera de estar solo, y al que le sigue otro, más tozudo aún, Creo en el mundo como en una margarita,/ Porque lo veo. Pero no pienso en él/ Porque pensar es no comprender. Sá-Carneiro fue el amigo íntimo de Pessoa y fue a Pessoa que escribió el treinta y uno de marzo de 1916, diciéndole que sentía que había llegado a término su vida, que llevaba quince días viviendo a placer, que las perspectivas para los días venideros no eran buenas, que ya todo se tornaba menos plácido, y que bien sabía él que a su modo, cuando la pasión se pierde y el desasosiego obliga a pensar, es preferible abandonar a tiempo esos amores malos. El suyo era la vida.En esa misma carta le da algunas pautas para la publicación de sus versos, le repite que ése, el treinta y uno, será su último día feliz, y cierra: “No me eché a perder por nadie, me perdí, pero fiel a mis versos: Alfombremos la vida/ contra nosotros y contra el mundo… (…) Toda mi gratitud para usted, mi querido Fernando Pessoa en un largo, en un interminable abrazo del Alma”. Y a modo de nota, después de pedirle a su amigo que escriba, pronto, una última carta de respuesta, agrega: “Si no consigo mañana la estrictinina en dosis suficiente, me tiro debajo del ‘metro’… No se enfade conmigo”.No consiguió la estrictinina, no tuvo valor para arrojarse y la respuesta nunca llegó. El tres de abril escribió de nuevo a Pessoa, y una vez más el dieciocho, en el último renglón de esta carta le pide, a secas: “Escriba”. No consiguió respuesta, pero ocho días después consiguió las cinco dosis que serían suficientes. Y fue así que murió a los veintiséis años, por segunda vez, Alberto Caeiro. En 1931 la Revista Presença publicó, firmada por Álvaro de Campos, una semblanza titulada Notas para recordar a mi maestro Alberto Caeiro, y en ella se lee: “Nunca vi triste a mi maestro Caeiro. No sé si estaba triste cuando murió, o en los días previos. Sería posible saberlo, pero la verdad es que nunca osé preguntar a los que asistieron a su muerte cualquier cosa de la muerte o cómo fue que la tuvo. (…) En todo caso, fue una de las angustias de mi vida –de las angustias reales en medio de tantas que han sido ficticias– que Caeiro muriera sin estar yo cerca de él. Esto es estúpido y humano, pero es así”, y en la carta de 1935 Pessoa dice a Monteiro: “al escribir Notas... lloré lágrimas de verdad”.
Fernando Pessoa.
Al parecer, Pessoa sabía que algo extraño se había gestado en el hedonista Sá-Carneiro en 1913, cuando empezó a escribir esos poemas pesados, que tenían muy poco de lo que acostumbraba, y que estaban llenos de versos tristes: Estatua falsa, por ejemplo, inicia: Solo de oro falso mis ojos vivieron;/ soy esfinge sin un arcano fulgente./ La tristeza de las cosas que no fueron/ en mi alma se posó veladamente; en Ángulo, lamenta: Sobre lo que no soy hay grandes puentes/ que otro, mitad de mí, quiere pasar/ en ilusión de falsos horizontes/ otro que yo no puedo encadenar…; Elegía: Mi presencia de saetín/ toda bordada de color rosa,/ fuiste siempre un adiós en mí/ por una tarde silenciosa, y acaba, como triunfando con su Crisis lamentable: Que todo en mí es fantasía alada, un bien o crimen nunca cometido. Es como si en él hubiera crecido y tomado forma una cosa anómala y no supiera qué hacer con ella, como si quimeras, falsedades, ilusiones y fantasías le agobiaran. Quizá en él pasó lo que en Pessoa, quizá el desasosiego del otro sembró en él, sin saberlo, la idea que crecería con el tiempo, la imposibilidad de distinguir la ficción de la realidad. Para Pessoa, claro, no era más que un juego, le gustaba presentar sus heterónimos como si fuesen reales. Tal vez por esa cosa con la que ya no podía escribió Sá-Carneiro en ese mismo año La confesión de Lúcio, ese libro extraño en el que deja ver a un hombre que quiere, después de haber pagado por un crimen que no cometió, o que no sabe si cometió, contar al lector cómo fue que se suicidó Gervásio Vila-Nova, un elocuente conversador que tenía por manía inventar, reconstruir las personas a su antojo, y cómo es que Ricardo de Loureiro logró, de manera más astuta y vil, tramar a su vez una ficción, una quimera, para el apesadumbrado Lúcio. Pessoa leyó la trágica confesión de Sá-Carneiro, y quizá fue por eso que dio vida a Caeiro, para recordarle a su amigo algo que había olvidado, algo que el mismo Sá-Carneiro dice al inicio de esa novela agotadora: que así como nada parece necesario en los pequeños, en los diminutos jardines artificiales que el hombre crea para, por ejemplo, dar un poco de vida a la mesa despoblada de una librería pequeña, el tiempo no puede afectar a los que vivieron un instante en el que se condensó toda su vida. Ya era tarde para Sá-Carneiro.Fernando Pessoa empezó a morir en 1913, con Vila-Nova y de Loureiro; el veintiséis de abril de 1916 fue su primera muerte, y siguió vivo, al parecer, esperando otras muertes.
Los mató la vida, La confesión de Lúcio, Un baúl lleno de gente.
Nota: la carta de Pessoa a Monteiro la encontrarán en Un baúl lleno de gente, un libro de Antonio Tabucchi editado por Huerga y Fierro Editores; las cartas de Sá-Carneiro a Pessoa las encontrarán en Los mató la vida, antología de escritores suicidas portugueses, un libro de Pablo Javier Pérez López, en edición bilingüe de Tragaluz Editores, y la primera muerte de Pessoa la encontrarán en La confesión de Lúcio, un libro de Mário de Sá-Carneiro, editado por Menoscuarto Ediciones.
Jhon IsazaLibélula Libros