Quiso el destino que aquella madrugada del 14 de febrero de 1982, estuviera lloviendo torrencialmente y que los malvivientes que me asaltaron decidieran golpearme muy fuerte en la cabeza. También, que al arrastrarme a ciegas por el pavimento mojado, cayera unos quince metros por el barranco que se encuentra a solo dos cuadras de casa. Mientras que el destino y la ironía se me reían en la cara, me encontró casi muerta, la persona que hasta ese momento había sido tan invisible para mi, como para el resto de los transeúntes y vecinos que a diario pasaban a su lado.
David, era uno de esos mendigos que terminan por formar parte del paisaje y en los cuales reparas solo una vez que has notado su ausencia.
Durante los meses que tardé en recuperar la movilidad y el habla llegué a conocerlo muy bien. Entre delirios y dolencias su imagen se me materializaba borrosa y confusa. Por momentos lo veía intentando alimentarme y en otros hablándome de cosas que ya no recuerdo bien. Tenía una mirada fuerte, tallada por el tiempo y el olvido. Unos hermosos ojos celestes, siempre curiosos, siempre atentos. Sus pómulos, quemados por el frío y cubiertos hasta la mitad por una barba amarillenta y eterna. Los años y el tabaco habían hecho estragos con su voz.
Es curioso, pero pese a todo, hoy no logro evocar una sola imagen en la que aquel singular vagabundo no se me presente prolijamente peinado. Con el tiempo fue apareciendo un extraño atractivo que había permanecido oculto detrás del dolor y el descuido. De a poco mi miedo e inseguridad fue mutando a cariño y admiración. Estaba tan intrigada como encantada.
Un buen día y casi como dando un paseo, me acompañó durante la ridícula distancia que nos separaba de el vecindario, que entonces se me antojó frío y muy lejano.
Y aquel triste 16 de febrero, así como llegó, David se fue y nadie volvió a verlo jamás.
Marcelo G. Federico
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