A veces me pregunto por qué celebramos con tanta solemnidad cada 1 de enero, si cada uno empieza año cuando le da la gana. Puedes empezarlo el día que te cae una vela más, o el día que respiras con una deuda menos. O quizá el día que decides dejar de contar más días, y más meses, y más años, porque descubres que en la vida lo de menos es hacer números.
Yo empiezo años cada 12 de junio. Así lo decidió mi madre. O la comadrona. O la casualidad. Es un modo de llegar a mitad de año con la reválida esperándote, sabiendo que en los seis meses anteriores no has hecho lo que te habías prometido entre burbujas de cava y restos de pavo al horno, pero que aún te quedan seis meses más por delante (o mejor aún, un año entero hasta la próxima vela extra) para congraciarte con tu lista de buenos propósitos.
Para los próximos doce meses me propongo parir un libro más y sufrir una lorza menos (lo de la lorza es recurrente, sí, y creo que de tanto nombrarla estoy empezando a despertar la bestia celulítica que llevo dentro). Entre otras cosas. Porque lo demás no está en mi mano. Ni cobrar más y currar menos, ni que me toque la lotería y pegarle un corte de mangas al banco ("¡Ey, vosotros, capullos, ya no me tendréis cogida por los ovarios hasta el 2042!", qué ganas tengo de pronunciar esta frase).
El libro no será de toros (los cuernos hay que dejarlos a un lado de vez en cuando, no vaya a ser que de lo que se escribe se críe). Será... Bueno, será. Divertido (espero). Irónico (quiero). Como una especie de terapia con la que resarcirme de tiempos pasados que no fueron mejores que los que vivo ahora.
Y hasta aquí puedo leer. Digo escribir.