El Doctor Jameson (Herbert Marshall) va a ser desembarcado para no volver nunca más al barco pirata en el que hace demasiado tiempo fue a enrolarse.
Integraba una tripulación que el famoso Capitán Teach "Blackbeard" (Thomas Gomez) puso al servicio y cuidado de su ahijada, una chiquilla a la que enseñó todo y que ahora, en apenas unos meses, desde que su hermano fue ajusticiado, se ha convertido en el terror del Caribe para los ingleses, Anne Providence (Jean Peters).
Jameson, amante de los libros - pero quizá no muy leído por cómo toma entre sus manos uno que encuentra en un botín, con esa delicadeza propia de quienes hubiesen querido convertir tal arte en su credo pero no pudieron o lo abandonaron y ahora consagran el propio objeto, el medio que lo materializa - aún íntegro pero vencido y desaliñado, lleva años remojando en ron la vida que sobrio no podría masticar ni tragarse.
Nada sabemos de él, nunca está a solas, nunca vemos cómo vive, la mayor parte de las veces sólo mira lacónicamente y apenas habla, pero inmediatamente cobra importancia y ascendencia en el film desde que pronuncia su primera frase, que - único honor que le es concedido - es la que abre la película.
Tras estrechar la mano de ella (que lo mira sorprendida, sin reconocer la admiración que él profesa a quien ha sido capaz de hacer lo que él no pudo: someterse a su conciencia), la cámara lo toma cenitalmente mientras desciende por última vez la escalinata que conduce del puente de mando a la cubierta, repleta de piratas.
Es justo que se escenifique así su partida porque su lugar no parece haber estado nunca ni en un sitio - implicado en jerarquías - ni en otro - tomando parte en acciones o brindando por conquistas -, con lo que la escalera es en cierto modo su hábitat natural.
No hay emoción ni honores. Nadie se yergue a su paso como en "The wings of eagles". En tantos años, allí no ha hecho amigos.
Caminando entre ellos, cuando casi abandona el plano por la parte superior y falta apenas un instante para que finalize la escena, pasa el brazo por encima de uno de ellos, con el que antes ninguna relación especial hemos sabido que tenía.
Ese gesto, que como decía, no se subraya y dura un segundo, sólo puede comprenderse en el contexto de una tradición destilada de montañas de libros, estampas, leyendas orales y películas que ensalzaron valores como la camaradería y otorgaron un aura casi mítico a las correrías de unos hombres a los que desde que llegó el siglo XX no cabe aplicarles un término más despectivo, un insulto: mercenarios.
Un espectador al que se orienta con mapas, al que se proporcionan todos los datos y al que se invita a penetrar en la complejidad del relato haciéndolo atractivo con dos armas que no son añadidos para "captar" su atención, sino esenciales: la claridad y el rigor.
Y no se trata de una rara avis.
"Anne of the Indies" no es más "seria", culta o atrevida, ni nada parecido a una bandera de la sonora quiebra de alguna costumbre o uso sagrado, ni siquiera un reluciente blasón adelantado a su tiempo que brilla sin mirar hacia abajo a sus vulgares hermanas bañadas en salado technicolor.
La obra maestra (y quizá cumbre) de Jacques Tourneur no podría ser más breve y modesta, pero tampoco más intensa.
Remarcada desde que finalizan los créditos la fugacidad de su peripecia con un adjetivo, corto, referido al último año (del que conoceremos los últimos días) de la vida de estos personajes, con la urgencia de todo lo que va a morir, como en "The iron mask" de Allan Dwan, es necesario fijar dicho recorrido en pequeñas y sencillas dosis.
Pudo haber sido una película ambigua y hasta cínica, pero prefiere Tourneur y prefiere su guionista Philip Dunne, con el que repetirá en otra de sus obras máximas ("Way of a gaucho", que comparte con ella un final mágicamente equilibrado donde todos los protagonistas pierden y ganan algo), que sólo sea equívoca vista desde los azules ojos de Anne, uno de los personajes más duros - y sin embargo más castigados - de la historia del cine, cruel hasta límites insoportables para cuantos la rodean.
Así, como cualquier elemento de este film de asombrosa condensación, es también significativo e imprescindible el libro de registro que asoma al principio y al final de la película, donde son tachados los barcos de los que se tiene noticia que han sido apresados o hundidos, ya sean cargueros como pertenecientes a bucaneros.
Esa marca de tinta, esa negra línea burocrática e implacable, compendia fríamente el punto y final a una actividad que dio muchos dolores de cabeza a los saqueadores institucionales, los que actuaban en nombre de reyes y reinas varios.
Orillado o al menos atenuado ese carácter elegíaco, tan habitual en Tourneur (no muy distinto punto de vista realista y con los pies en la tierra que el de "I walked with a zombie" o "Nightfall") no por ello es menos legítimo su romanticismo, que surge entonces de lo que ven nuestros ojos sin intuir que nunca más vivirá, se pueda aprender algo de ello o sea solamente la constatación de la naturaleza de las cosas: la última lección vital (nunca asimilada hasta hallar en la vida un momento para aplicarla), la última andanada, el último abordaje, el primer amor, el último sacrificio que se dibuja en un rostro (el de Jean Peters antes de ser masacrada, entre los más despavoridos jamás filmados) y la última esperanza truncada (memorable gesto de clausura de Teach, que por ser el único personaje real del film - Anne Providence está basado en Anne Bonny, de vida muy diversa a la narrada - es también el depositario de su testamento).