El anuncio muestra a una mujer casada que llega al hogar, con bolsas de la compra, mientras su hijo y el abuelo juegan con muñequitos. Con gran intuición, y sin queja alguna, pregunta de inmediato: “¿Has terminado los deberes?”. Se acerca para abrazarle, y hace un nuevo descubrimiento: “¡Has vuelto a mancharte la camiseta!”. Mientras entrega un papel al abuelo y atiende el teléfono que acaba de sonar, se dispone a lavar la prenda y a encender los fogones para la cena. Todo el desastre se arregla, gracias a la llegada de la madre... Es imposible ver esto sin sentir vergüenza por la dejadez de tantos hombres; y, a la vez, sin sentir admiración por el amor de tantas mujeres, por su generosidad y entrega diarias, que hacen posible que las casas sigan siendo hogares y no cuarteles.
“Mi pequeña niña. Ya has crecido. Solías jugar a las casitas, y ahora llevas tu propia casa, y tu oficina. Estoy muy orgulloso, y te pido perdón. Perdón, porque tengas que hacerlo tú sola. Perdón porque nunca te dije que no era sólo tu trabajo, sino también el de tu marido…”.
En un momento determinado, ella se acerca al abuelo y le arregla el cuello de la camisa. Ha sido un gesto casi instintivo, pero para él ha sido decisivo. Acaricia el pelo de su hija y le abraza con inmenso afecto. Ella nota que su actitud ha cambiado...
El final, es toda una lección de esperanza: de cómo hasta las peores costumbres más arraigadas pueden cambiar, cuando hay cariño, comprensión y perdón.