Caminamos por la siempre atestada Oxford Street, aunque caminar no sea el verbo adecuado: más bien somos arrastrados por la torrentera de gente que nos envuelve. Yo odio este lugar, un infierno de muchedumbres y tiendas, pero Ángeles tiene el don de llevarme a sitios que siempre requieren que pasemos por aquí. Yo creo que lo hace para darse la oportunidad de mirar escaparates. Hoy vamos a la Wallace Collection, uno de los mejores -y menos tumultuosos- museos de Londres. Pero, de repente, oímos un estruendo blando en la calzada, a nuestra izquierda. El ruido atrae nuestra mirada, y alcanzamos a ver cómo un hombre ha sido golpeado por un taxi: cae, desmadejado, en la acera. Ángeles, que es, de los millones de personas que pasan en ese momento por aquí, la más cercana a la víctima, corre a ayudarlo. Yo, como siempre en estos casos, titubeo. Y no por falta de compasión, sino por ignorancia, es decir, por no saber si voy a causar más daño del que pueda aliviar: ¿moveré al herido de forma inadecuada, tirándole de los hombros, por ejemplo, cuando tiene una fractura en el cuello? ¿Y si necesita ayuda médica inmediata: sabré prestársela? ¿Sabré ser útil en unos momentos en los que quizá esté en juego la vida de una persona? Ni siquiera conozco el número de la policía o del servicio de urgencias. Pero Ángeles ya está allí, de un brinco, ayudando al hombre a levantarse. Me tranquilizo algo: si puede ponerse de pie, es que no hay nada roto, ni, en apariencia, irreparable. Pero el trompazo ha sido de impresión: uno nunca se imagina la violencia de estos accidentes -la ceguera de la máquina, la fragilidad del cuerpo- hasta que presencia uno. A los pies del atropellado rueda todavía el retrovisor del taxi, arrancado de cuajo por el golpe. Es un hombre mayor, suavemente pelirrojo, vestido con modestia -un tres cuartos azul-, y que lleva en la mano una bolsa con las compras del día, que no ha soltado: unos pañuelos y unos calcetines, me parece. Se sienta en un banco de piedra cercano y enseguida lo rodea un corro de transeúntes preocupados. El grupo que se reúne allí es un apto microcosmos de la diversidad humana. Una mujer empuja hacia los pies del herido los restos del retrovisor partido, supongo que como prueba de los hechos, y otra sugiere que no se deje de apuntar la matrícula del taxi, aunque una tercera observa que el vehículo se ha detenido y que el taxista ya se está acercando. Por su parte, un hombre, vestido de rojo, se concentra en telefonear a la policía. Cuando ha concluido la llamada, informa al accidentado, y a todos los presentes, de que dentro de cinco minutos la fuerza pública estará allí. Y así será: al cabo de cinco minutos de reloj, dos bobbies mujeres, con chalecos reflectantes y bombín, aparecen en la escena. Me pregunto cómo habrán podido abrirse paso tan deprisa entre la masa compacta de los viandantes de Oxford Street, y recuerdo muchos casos en España en que la policía ha llegado al lugar de los hechos cuando los delincuentes, o los atropellados, o los que fuera que necesitasen su ayuda, ya estaban en su casa, tomándose la merienda. Pero hasta la aparición de los agentes, sigue desarrollándose la tragicomedia. El taxista responsable del atropello, que ha aparcado unos metros más allá, irrumpe en el corrillo. Es un tipo joven pero ya calvo, que va muy poco abrigado para el frío que hace. No obstante, dudo de que, con la descarga de adrenalina que una situación así debe de producir, sienta las punzadas de la temperatura. Su intervención nos pasma: no le pregunta al anciano cómo se encuentra, ni se ofrece a ayudarlo, ni se muestra compungido por la situación, sino que lo increpa airadamente, por cruzar por donde no debía, y lo conmina a pagarle el retrovisor roto. Así son, muy a menudo, las cosas en este país, aun las más dolorosas: una cuestión de dinero. En el silencio que genera la colérica perorata del taxista, el atropellado parece más desvalido que nunca. Es cierto que se encontraba en la calzada, donde no tenía que estar, y es muy probable que haya sido el culpable, jurídicamente, de la situación. Pero ahora es solo un pobre hombre abatido y magullado. Empiezan a surgir intervenciones en su defensa. Una mujer le pide al conductor que se calme y que no grite a la víctima: He is an old man, subraya varias veces. Otra dice no sé qué de que los peatones tienen prioridad en todos los casos, y, cuando el taxista empieza a discutírselo -con razón, creo-, Ángeles lo interrumpe: es increíble, le dice, que se preocupe Ud. por el retrovisor roto y no por el estado de este señor. El taxista se encara entonces con ella: you see, darling...; de darling, nada: para Ud., madam, le corta mi costilla. La cosa empieza a calentarse, y yo pienso: ah, ya está: ahora tendré que meterme yo. ¿Por qué no se limitará Ángeles a ser una observadora desapasionada? Por solidaridad conyugal, secundo su objeción y le repito al taxista, a quien tengo justo al lado: "Debería Ud. preocuparse más por la persona y menos por el coche". El anciano, no obstante, que lo mira todo con ojos entre ausentes y apesadumbrados, nos pide que no hagamos caso al taxista, que no lo escuchemos: él no lo está haciendo. Y a continuación añade algo muy inglés: le dice a Ángeles que siga disfrutando de sus vacaciones y que no se preocupe por esto. Obviamente, ha captado su acento extranjero y cree que es una visitante de la ciudad, aunque ella lo desmiente: nosotros vivimos aquí. Me conmueve que alguien que acaba de ser atropellado por un coche, y quizá tenga alguna grave herida interna, se preocupe por el bienestar de una desconocida: que le angustie ser el centro de una atención indeseada, y que prefiera sufrir solo a perturbar la vida de los demás. Mientras rumio esta actitud que en España sería extraordinaria, pero que aquí forma parte, para bien y para mal, de la educación de mucha gente, un hombre, también mayor, desenfunda una placa que no alcanzo a ver bien, pero que creo que dice algo sobre el tráfico o el transporte. Quizá sea un inspector municipal, que enseguida empieza a organizar las cosas: habla brevemente con el atropellado y se lleva aparte al taxista. Eso relaja mucho las cosas, aunque, durante algunos minutos, el joven todavía sigue dando voces y gesticulando con una violencia impropia de un inglés. Eso me subraya, precisamente, otra señora del grupo, debajo del paraguas que acaba de abrir para protegerse de la lluvia que ha empezado a caer: "He seems English, right?", me pregunta. Y sin duda lo es: su acento cockney es característico del proletariado londinense, y nada fácil de entender, por cierto. Lo que espanta a la señora es que un inglés no se comporte como un inglés: que vocifere, que manotee, que se lamente: que no guarde la compostura, aun en la peor de las situaciones. He should come down, añade, entre la tristeza y el escándalo. Luego me cuenta que Londres se está convirtiendo en una ciudad imposible. Ella ya solo viene lo justo para ver a su hija, porque las calles y el tráfico la han vuelto un infierno. Luego, negando con la cabeza, como si desaprobara el estado deplorable del universo mundo, se aleja por Oxford Street y se pierde entre la multitud. Por fin, llega la policía, y todos nos sentimos aliviados. Las dos bobbies se sientan con el viejo, y muy pronto se reúne con ellas el otro viejo, el de la placa. El taxista, a un lado, lo mira todo en silencio: por fin ha recuperado sus extraviados modales ingleses. Dejamos el lugar, pues, no sin despedirnos del anciano y desearle lo mejor. El hombre nos recompensa con una sonrisa débil. Mientras nos alejamos, reflexiono sobre las actitudes que he observado y los valores que subyacen en ellas, tan representativas de este pueblo singular: la preocupación por la aplicación de la ley, pero también por la determinación exacta de la culpa y, en consecuencia, de la responsabilidad; la solidaridad con el doliente y la defensa del indefenso; la reivindicación del dinero por encima de la humanidad; la educación que impulsa a alguien a negar su yo, aun en las más trágicas circunstancias, para que otros no se vean obligados a negar el suyo; la reclamación de sosiego y de englishness; y, por último, pero no por ello menos importante, la confianza en la fuerza pública. Es lógico que, con tantas cosas en la cabeza, y con el mal cuerpo que nos ha dejado el accidente, cuando lleguemos a la Wallace Collection, lo hagamos en el más absoluto silencio.