(viene de aquí)
Quizás Juan dejó de respirar, o de pensar, o de vivir incluso durante unas pocas décimas de segundo. Una historia de película en su vida. Una de esas que jamás crees que te pueda pasar a ti. Demasiado grande, demasiado. Lo único que tenía claro es que no tenía nada claro. ¿Qué hacer?
Quizás lo primero sería visitar la casa de ambas. Debajo de la dirección, no demasiado lejos de su piso, había una nota indicando que el portero tendría una llave para él, tan sólo debería decirle que era Juan, el pintor. Así que él y una nube de pensamientos cada vez más grande bajaron a la calle con los dos álbums en la bolsa para dirigirse a la casa. A la casa en Madrid de Jean Harlow y Marilyn Monroe. Manda huevos, pensó.
No tardó demasiado. El portero le entregó las llaves. Un tercer piso. Un edificio ya antiguo, pero bien conservado. Una puerta que se podía comparar con cualquiera de las tapas que ya había abierto y que le habían contado una historia que aún no podía creer. El resto estaba detrás de aquella puerta. Respirar. La llave. Entrar en una casa como quien se deja entrar en el mar. A media luz, con las persianas bajadas y la claridad de la calle entrando por las ventanas como pidiendo permiso. Tres habitaciones, un baño. Un comedor grande, con una mesa en el centro. Una mesa llena de papeles. En las paredes, historia, más historia. Fotos que parecían hablar a un pintor que se encontraba delante del lienzo en blanco más grande de su vida. Marilyn, Harlow. De palabras míticas a unas paredes escondidas en un piso de Madrid. De conversaciones sobre rubias y faldas levantadas sobre el metro a una mesa de madera, a un banco en el Retiro. ¿Qué fue lo que dijo aquel inglés al ver la tumba de Tuthankamon? “Veo cosas maravillosas”. Eso eran. Como entrar en un cuento sin permiso.
Recorrió las habitaciones, sorprendido y sobrepasado por lo que aquella casa y lo que contenía significaba. En algunos segundos su mente se llenaba de páginas y páginas de periódicos, revistas y libros, con titulares sorprendentes, con esa historia en todos los papeles, en todos los cafés. Se imaginaba su ordenador lleno de fotos, de versiones, de teorías, de gente en foros hablando de leyendas. Y en otros segundos, su cerebro se callaba, oprimido de recuerdos. No pudo evitar sonreír al observar un detalle en un rincón del comedor. Era una figura del Oscar de la Academia, una de esas que se puede comprar en cualquier tienda de regalos. “A la mejor amiga” era su inscripción. Sonrió pensando en cómo podría haber sido la escena en la que una de ellas se lo regaló a la otra, como se debieron reír del mundo en ese momento. El mismo mundo que idolatraba sus escenas, sus fotos, sus besos, sus recuerdos de tienda, sus postales de El Rastro.
Grace -no podía pensar en ella como Marilyn- había escrito la verdad. Todo estaba allí, sobre esa mesa en el centro del Salón. Todas las pruebas y documentos necesarios para contar la historia. Cierto que él no era un especialista, pero a su entender a nadie le podría quedar duda de la veracidad de aquella historia. Hasta tres veces tuvo el teléfono en la mano con el número de su amigo periodista en la pantalla para llamarle. Antes de realizar la cuarta, su mirada se encontró con su retrato de Juana, el que le había hecho a través de una fotografía.
Y por fin, pulsó la tecla para llamar.
- Hola, Carlos, soy Juan. Es largo de contar, pero necesito un favor.
Y le contó su historia. La historia de dos ancianas que le habían acompañado tantas tardes en un banco de El Retiro. Le dijo sus nombres, Grace y Juana. Le contó como confiaron en él y que no podía dejar de ayudarlas. El mundo es nuestra ayuda, o algo así, le dijo. Así que le pidió la casita esa que usaba para recluirse de vez en cuando, y con la previsora cantidad de dinero que Grace había dejado en la mesa, alquiló una furgoneta y trasladó las pruebas a la casita con chimenea. Y allí, junto con una cerveza, un par de paquetes de tábaco y en compañía de un par de retratos a carboncillo de la Harlow y la Monroe, o más bien, dos ancianas de un banco de El Retiro, quemó todo. Todo menos un par de álbums de tapas azules e historias increibles, que desde aquel día le acompañaban en sus tardes de pintor de parques y sonrisas, y turistas.
Y casi podía jurar que no habían sido sus manos quienes habían pintado las sonrisas leves que el reflejo del fuego parecían alumbrar en aquellas dos pinturas.
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