Un banquero en fuga

Por Desdelaterraza
   Cuando en el mes de febrero de 1846 el general Narváez presenta la dimisión como Presidente del Consejo, se inicia un periodo en el que los gobiernos, a cual más efímero, se suceden.
   En 1847 la reina Isabel II quiso que el marqués de Salamanca fuera ministro de Hacienda. Era José Salamanca un malagueño ducho en los negocios, el hombre más rico de España, casi siempre, que tantas veces se arruinó, como otras tantas resurgió de sus cenizas. Aquel año la reina, por su capricho, por quien sobre su voluntad mandara, o en un raro caso de acertada comprensión de las circunstancias, cesó al gobierno Sotomayor.
   Por dos veces fue el marqués de Salamanca ministro de Hacienda. La primera vez en el gobierno de don Joaquín Francisco Pacheco, el gobierno de los puritanos, aquella fracción de los conservadores, de carácter liberal, que separada de éstos, tampoco se arrimaba a los progresistas. Había logrado Pacheco el gobierno de modo un tanto rocambolesco: el anterior gobierno de don Carlos Martínez de Irujo, duque consorte de Sotomayor, viendo los peligros que para la continuación de su gabinete conservador tienen las influencias que sobre la jovencísima reina Isabel pueden ejercer sus adversarios, de consuno con las camarillas palaciegas, trata de mantener a la reina alejada de todos, sin contacto con quienes puedan predisponerla en su contra. Pero la oposición, incluida parte de los conservadores puritanos, pronto encuentra la ocasión para hacerse oír por la reina.

   De manera un tanto casual, con motivo de la celebración en el Liceo de una fiesta cultural el poeta Ventura de la Vega, sin filiación política clara ni conocida, pero partidario de los puritanos, es recibido en Palacio para cursar invitación a la reina al acto.  Había accedido antes el poeta, a requerimiento del propio marques de Salamanca, a la mediación ante la reina, y así lo hace de la Vega. Habla, pues, el poeta a doña Isabel de los puritanos, de su franqueza y buenos propósitos, y del poder que tiene como reina, pero limitado por las camarillas que la rodean para decidir sobre los gobiernos. El efecto que hacen las palabras del poeta en Isabel II pronto se hace público, al firmar la reina los decretos con el cese de Irujo y el nombramiento de Pacheco. 



   La segunda vez en la que Salamanca fue ministro de Hacienda fue en la continuación del anterior gobierno puritano. Había ofrecido Isabel II a Narváez la formación del gobierno tras el cese de Pacheco, pero insistiendo en que continuara Salamanca como ministro de Hacienda. Mas como se negara el duque de Valencia a ceder al capricho de la reina, ofreció ésta al marqués que fuera él mismo quien se encargara de formarlo. Así lo hizo, pero siendo nominalmente el anciano García Goyena presidente, aunque de facto Salamanca mandamás del gobierno todo.

   Y fue precisamente este gobierno el que debió sufrir en una de sus sesiones, la última, la entrada, como un vendaval, del general Narváez. Había obtenido de la reina el espadón la exoneración del gobierno y por fin el placet para sí mismo para formar otro. Con la firma de la reina en las manos, a su manera, sin llamar, abrió la puerta del Consejo, se plantó ante el gobierno y, autoritario, impertinente, desconsiderado y despótico, arrancó la dimisión de todos.
   Las acusaciones sobre el banquero por parte de su acción al frente del gabinete en asuntos que le beneficiaban y en la bolsa no cesaron. Nada podían hacer los pocos amigos que aún le quedaban entre los puritanos, aquella fracción que con Pacheco, Ríos Rosas, Istúriz, un joven Cánovas del Castillo, entonces empleado de Salamanca, y también algunos militares se habían querido situar entre progresistas y moderados. Pero ahora, nada de aquello parecía subsistir. Narváez parecía empeñado en acabar con el marqués. Eran tiempos revueltos en Europa los de 1848, y Narváez no era hombre condescendiente con los revoltosos liberales, ni con sus enemigos políticos o personales, Salamanca entonces entre ellos.
   Perseguido, no tiene más remedio el marqués que buscar refugio. Primero se esconde en la embajada de Bélgica, pero descubierto el escondite por Narváez, sitúa el general más de cien soldados ante la legación belga impidiendo la fuga del marqués caso de decidirse a salir. Pero no es Salamanca persona que se amilane ante el acoso o las dificultades. Varías veces ha sido rico y otras tantas se ha visto arruinado. No atraviesa ahora su mejor momento, pero tampoco está derrotado.
   Cierto día, ante la sede diplomática refugio del marqués, se detiene un carruaje. El cochero parece esperar a alguien. De pronto, de la embajada, sale un individuo embozado que se introduce en el coche, que inicia la marcha. Alertados los vigilantes, convencidos de ser el banquero quien emprende la fuga en aquel coche, emprenden la persecución. Es entonces cuando envuelto en su capa Salamanca sale de la legación y se dirige rápido hasta el domicilio del general Fernández de Córdova, que aunque es amigo de Narváez, el perseguidor del banquero, también lo es del marqués, del que había sido compañero en el gabinete presidido por el puritano García Goyena.
   Pero es necesario también salir de Madrid y alcanzar la frontera, cuestión harto complicada, pues don Luis Sartorius, ministro de la Gobernación, ha dado terminantes órdenes de detener al banquero, buscándolo sin desmayo hasta dar con él. Salamanca se mueve con rapidez, cambia de escondite con frecuencia, apenas llega a uno ya está buscando nuevo refugio al que acudir pocas horas después. Su rastro es imposible de seguir o, como dijo el general Fernández de Córdova en sus “Memorias Intimas”, ni “los más finos perdigueros” le hubieran descubierto; y es audaz, y aún tiene amigos. Al día siguiente el general Oribe, Director General de Carabineros, organiza una partida. La manda un capitán y esta compuesta por un sargento, dos cabos y dieciséis soldados, todos pertrechados con sus habituales impedimentas. El grupo se pone en marcha camino de la frontera con Francia, cubriendo las etapas establecidas. Pronto “el sargento “Salamanca” gozará de su libertad en el exilio Parisino. No permanecerá allí mucho tiempo. Pronto volverá a España.