Adaptándose, prueba de su ser indestructible, uno de mis compañeros ha salido del trance. Émulo de Robinson, superviviente entre carpetas, tizas y preocupaciones, saca de su mochila con la tranquilidad que da la rutina diaria un pequeño bote de aceitunas, lleno de leche, inmaculado, limpio en su cristal. No percibe mi mirada de curiosidad -esa que perdieron mis alumnos en algún momento de su no muy lejana infancia- mientras veo cómo se aleja hacia el paquete de café, llena la cuchara con la medida exacta deseada, su ordenador abierto esperando instrucciones, yo luchando contra la impresora -que, una vez más, no acepta mis sencillas órdenes.
Mi compañero se sienta, pausado, ignorante de mi curiosidad extrema. Le llamo: "¿Un bote por un vaso?" Me mira y se sonríe, tal vez admirado de mi incapacidad para sobrevivir en la selva o el desierto más extremo: "Claro, es la medida exacta, traigo aquí la leche bien cerrada".
Otros nos rodean y levantan las cabezas de sus trabajos. Todos sonríen ante la naturalidad de la respuesta. Claro: ¿cómo no se nos había ocurrido antes?