Un caballero en Moscú - Amor Towles

Publicado el 15 febrero 2019 por Rusta @RustaDevoradora

Desde que existe el hombre [...] siempre había habido exiliados. Tanto en las tribus primitivas como en las sociedades más avanzadas, siempre había habido alguien a quien sus pares ordenaban hacer las maletas, cruzar la frontera y no volver a pisar su tierra natal. Pero eso quizá cupiera dentro de lo esperable. Al fin y al cabo, el exilio fue el castigo que Dios le impuso a Adán en el primer capítulo de la comedia humana; y el mismo que, unas páginas más adelante, le impuso a Caín. Sí, el exilio era tan antiguo como la humanidad. Pero los rusos fueron los artífices de otro concepto más sofisticado: el de exiliar a un hombre en su propio país. (Pp. 188-189)

Después de la buena acogida de Normas de cortesía (2011), un homenaje a la Nueva York de entreguerras, el escritor Amor Towles (Boston, 1964) cambia de horizonte en Un caballero en Moscú (2016), su segunda novela. Narra la historia del conde Aleksandr Rostov, condenado en 1922 por el régimen bolchevique a permanecer encerrado en el lujoso hotel Metropol de Moscú hasta el fin de sus días. El hombre, que entonces tiene unos treinta años, se toma esta cárcel con filosofía. Ha perdido a su familia y se ve obligado a renunciar a muchas de sus pertenencias; aun así, cada mañana baja a desayunar con su sonrisa de aristócrata educado, conversa en el personal y más tarde se recoge en su modesta habitación, donde atesora los Ensayos de Montaigne. Esta rutina se convierte en su "normalidad" durante más de tres décadas. ¿Qué interés tiene la vida de un personaje encerrado? Mucho, al menos cuando se narra con el gusto y la inteligencia de Towles. Este libro, que está en proceso de adaptarse a la pequeña pantalla, es una de las mejores publicaciones del año pasado, y una de las pocas que dan felicidad lectora. Trataré de analizar algunas de sus claves.

El protagonista hace honor a su título nobiliario: es un caballero a la antigua usanza, elegante, culto y distinguido. No se le conoce ninguna profesión, ni la necesita; está acostumbrado a vivir de las rentas familiares. A diferencia de otros personajes adinerados, que son retratados con antipatía en la ficción, el conde Rostov rebosa encanto y humor, una calidez con la que se gana enseguida al personal del hotel y a sus clientes. Towles se mueve como pez en el agua en los ambientes refinados, plasma la cortesía heredada de generaciones de aristócratas. A lo largo de los años, como es natural, el protagonista evoluciona, se enriquece, descubre facetas de sí mismo (obligado por las circunstancias) que jamás habría sospechado, sin llegar a perder, eso sí, sus modales de gentleman. Sufre altibajos, el encierro no resulta fácil; pero ni siquiera en esos momentos la narración se vuelve deprimente. Mantiene la distinción con que lo educaron, y de este modo el periplo se hace más llevadero, para él y para el lector. Un personaje fascinante y vivaz, de los que se recuerdan mucho después de terminar el libro.

Con el conde Rostov, el autor lleva a cabo un reto: en el marco de la Unión Soviética, narrar la aventura de un hombre perteneciente al viejo orden, que no es bienvenido en esta nueva era. Sin embargo, y aquí está la hipocresía feroz del asunto, el conde se revela como una persona bondadosa. Cae bien a los empleados del hotel, y al lector. No ha cometido ningún crimen, no es un malhechor, ni siquiera se ha rebelado ante la condena, y ahí lo tienen, encerrado. Con habilidad, sin excederse en la información documental, Towles introduce los cambios que supuso el comunismo en el día a día, desde desposeer al noble de sus bienes a modificar el etiquetado de los vinos. Hace patente el absurdo de determinados principios, de pretender acabar con ciertas costumbres de la noche a la mañana; la dificultad de pasar de la teoría a la práctica, en definitiva. Todo ello, sin renunciar a la narración, sin caer en el tono panfletario. El autor se documentó, masticó y digirió antes de escribir; la teoría del iceberg de Hemingway.

Rostov vive su condena en soledad. El hotel, no obstante, tiene la particularidad de estar lleno de vida, es un lugar dinámico, donde la gente viene y va. Entre los personajes secundarios, muy bien caracterizados, cabe señalar, por un lado, al personal del Metropol: del director al maître, pasando por los camareros, la costurera y el barbero, que se convierten en lo más parecido a una familia para el conde. Al principio lo tratan con la misma reverencia que antes, como si la sentencia no se hubiera producido; con el tiempo, se afianza la complicidad, se convierte en un igual. Los bolcheviques lo condenaron al ostracismo y, paradójicamente, han hecho de él un camarada, más afín a los valores de igualdad y desclasamiento que muchos de los que predican desde el púlpito.

Por otra parte, están los personajes externos, que entran y salen del hotel. Destacan tres: Nina, una niña a quien el conde ve crecer en sus estancias temporales en el Metropol, un soplo de aire fresco para él, un reencuentro con la ingenuidad y la curiosidad desbordante que solo se tienen a temprana edad; Anna Urbanová, una actriz con quien Rostov mantiene una relación (y que el autor aprovecha para abordar las dificultades que tuvieron las estrellas del cine mudo para adaptarse al sonido; todo lo relativo a la ambientación está cuidado al detalle); y, por último, Mishka, un escritor amigo del conde que, tras la revolución, se vio, en teoría, reforzado, aunque no tarda en descubrir las costuras del régimen cuando le exigen censurar unas líneas de Chéjov. Si los trabajadores conforman el hogar, la zona donde el conde se siente seguro, los residentes temporales marcan puntos de inflexión, traen noticias, agitan su quietud. El encierro no es lineal gracias a estas interacciones. Y no faltan las sorpresas.

Más allá de la peripecia individual del conde, el autor se propone relatar la evolución de la Unión Soviética desde la perspectiva de un personaje que permanece encerrado en un hotel, sin intervenir en la esfera pública. Normalmente, las novelas que retratan un periodo histórico siguen el recorrido de un héroe o antihéroe que se encuentra en el meollo del asunto, un militante, víctima o resistente. El conde no se mueve, pero constata las transformaciones, y no por la prensa: en el hotel se implantan cambios que dejan atrás la época del zar (como la imposición de un nuevo director, afín a los líderes del partido), los visitantes traen información (a menudo clandestina, como la censura de su amigo) y se organizan reuniones. Towles filtra la documentación como por un colador, para que quede solo lo esencial, impregnado en la trama y los personajes; y no es fácil contar el movimiento entre las paredes de un hotel.

El cautiverio de Rostov se revela como una paradoja: al final, pese a lo horrible de su castigo, este lo protege de las purgas y demás atrocidades del régimen, que en cambio sí sufren sus colegas, a priori afines a los bolcheviques. Se da la vuelta a más de una situación, los roles de los personajes (de favorecidos a perjudicados) se invierten a lo largo de la novela: "Quién podía imaginar -dijo-, cuando te condenaron a arresto domiciliario perpetuo en el Metropol, hace ya tantos años, que eso te convertiría en el hombre más afortunado de toda Rusia" (p. 325). Los más de treinta años que transcurren le permiten al autor reconstruir la caída del Imperio ruso, la Gran Purga de Stalin y la incertidumbre que llegó con sus sucesores.

Towles hace encaje de bolillos para estructurar la novela con creatividad sin renunciar a la fluidez, sin perder capacidad para arrastrar al lector. Sigue el hilo cronológico, pero, y ahí está lo singular, con una organización del paso del tiempo atípica: al principio, desgrana la acción de un día con todo detalle; luego, transcurre un año; después, otro año, y con el curso del relato se amplía la distancia temporal entre las partes. El autor explica en las entrevistas que, antes de sentarse a escribir, dedica un año o más a planificar la obra capítulo por capítulo; un mapa imprescindible para encajar todo lo que desarrolla aquí: la evolución del protagonista dentro del hotel y, sobre todo, el flujo de los visitantes y la conexión de sus peripecias con los conflictos sociopolíticos. Un narrador meticuloso que construye una historia de ritmo pausado, centrada más en el crecimiento de los personajes que en la trama.

La "arquitectura" también se aplica al uso que Towles hace del hotel Metropol como espacio. No es un mero decorado, sino que cada estancia (con los personajes que la ocupan) tiene una "función" asignada: "una habitación es la suma de todo lo que ha ocurrido en ella" (p. 366). Lo mismo para los muebles y objetos, que dan información sobre los personajes (como las antiguallas del conde, caídas en desuso pese a su hermosura, como su clase social, como él mismo). Está el cuarto de costura de Marina, lugar privado donde Rostov soluciona algún que otro aprieto. El restaurante, con sus cenas, su interacción con los clientes extranjeros, contacto con el exterior. La azotea. Y, por supuesto, su habitación, que comprende su mundo, el de antes y el de ahora, a pequeña escala, como una maqueta. No faltan las cámaras secretas, ni las piezas de mobiliario extravagantes. Minucioso, esmerado en los detalles y la recreación, en los vínculos de todo ello con los personajes; así de perfeccionista es Towles.

He perdido la cuenta de las veces que, solo en el último año, he utilizado palabras como "incómodo", "violencia", "miedo" o "perturbación" al comentar un libro. No corren tiempos de optimismo, y parece que toda creación artística tiene que ser, por fuerza, "inquietante". No, no necesariamente. Basta volver a los maestros del siglo XIX y maravillarse. Porque son excelentes narradores (ahora hay muchos escritores, pero pocos "narradores" de verdad), capaces de integrar el humor en obras que abarcan todo tipo de conflictos existenciales. Porque inventan galerías de personajes espléndidos (grandes descuidados en la "literatura del yo"). Porque son prosistas dotados y, además, entretienen (esa palabra que tanto asusta). No, la literatura no tiene por qué ser tétrica, pero ¿queda alguien que aspire a escribir como ellos? O, más que aspirar a imitarlos, se trata de concebir el hecho literario en sintonía con ellos. El realismo, el placer de contar historias, de elaborar tramas y crear personajes. La amabilidad, también, aunque decir de un libro que es "amable" hoy día suene a insulto. No, no cuando se hace con honestidad y oficio. Como Amor Towles.

Un caballero en Moscú reconcilia al lector con las historias bien escritas, con sentimientos como el amor, la amistad o el compañerismo. Con los finales felices, también, con la esperanza a pesar de lo turbulento. Indaga en la capacidad del ser humano para sobreponerse ante la adversidad, para adaptarse a las circunstancias, para superar el miedo. A la vez, muestra las contradicciones de los grandes conflictos políticos. Es, además, un homenaje brillante a la literatura rusa, abundan los guiños a Tolstói, Dostoievski, Turguénev y Chéjov, entre otros. No es narrativa de la que nace de la "incomodidad", no, pero qué bien hecha está, qué honesta dentro de lo que se propone hacer, qué trabajo más serio, cuántas capas, qué humor, qué encanto. A sus pies, maestro.