Un café irlandés, por favor

Por Rafael @merkabici

El café irlandés, se conoce en todo el mundo: lo puedes ordenar en Nueva York, Toledo o Madagascar que ningún bartender ni barista que se precie de profesional desconoce su método. Siempre te lo servirán del mismo modo si obedecen la ortodoxia.

Calentarán el vaso con agua a 40ºC unos diez segundos; acto seguido derramarán una cucharada de té con azúcar moreno y un buen shot de whisky irlandés (floral, especiado, punzante...); le llegará el turno al café negro variedad arábica, colmado hasta un centímetro del borde; la cucharilla bailará para remover pausadamente azúcar y destilado; el momento culminante aterriza con una capa de crema, derramada poco a poco a través del anverso de una cucharilla, cual corona de color marfil. La mezcla surgida del whisky y del café a través de la crema fusionará un sabor único en la boca y que lleva la friolera de 73 años calentando a los clientes.

Así nació en Foynes (rinconcito atlántico al oeste de Irlanda ligado al condado de Limerick) este café para templar el cuerpo cuando el termómetro se desploma. Al chef Joe Sheridan hay que atribuirle la paternidad del brebaje. Se lo ocurrió en el bar-restaurante del aeropuerto de Foynes mientras el pasaje esperaba volver a embarcar en un vuelo que había regresado a tierra tras unas terribles condiciones meteorológicas. Sin mediar palabra y por su cuenta y riesgo, Sheridan sirvió cafés con generosas dosis de whisky para los ateridos viajeros. Alguien preguntó: ¿Esto es café brasileño?, a lo que Sheridan respondió: "¡No, irlandés!". Corría el gélido invierno de 1943 y se patentaba sin querer una bebida universal, de media potencia pero trago largo.

Lo explican de maravilla en el Flying Boat Museum, que hoy honra como se merece tanto el lugar donde nació la aviación trasatlántica (los primeros hidroaviones modelo clipper que conectaron Europa y América), como el elixir por el que se llegó a pirrar hasta Marylin Monroe. Además, en este recinto hay santuario para la mítica Maureen O'Hara. La dublinesa, pelirroja legendaria que protagonizó El hombre tranquilo (1952) junto a John Wayne, es aún más venerada por estos lares al haberse casado con el piloto local Charlie Blair y haber residido en la zona durante años, vinculándose con la actividades de la sala, las exposiciones y toda una glamourosa memorabilia en una época donde solo podían costearse un billete de avión los astros de Hollywood o los millonarios como Rockefeller. Además de localidad pionera tanto en aviación como en tan improvisado cóctel, en Foynes surgió una actividad mercantil que hoy se repite en todas horas en aeropuertos de todo el orbe: esas compras de última hora y sin impuestos que hemos bautizado como duty free.

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